Jorge Morelli
Expreso, 06 de diciembre de 2015
A Moisés Naím, que ve desde lejos
Naím ve el bosque y conoce este árbol mejor que muchos de los que viven dentro. Ha advertido que en el curso del ajuste económico que vendrá con la desaceleración de la economía, el Perú debe cuidarse sobre todo de que la clase media formada en estos años vuelva a caer por debajo de la línea de la pobreza. Cualquier esfuerzo desde el Estado se justifica para impedir que esto suceda.
El 40 por ciento de la población peruana pasó estos años a la clase media. No puede volver a caer. Esa nueva clase media –dice Naím- sabe o cree saber que sus logros se deben solo a sus méritos y no cree en nada sino en sí misma y lo que es capaz de conseguir por su propia acción, incluso por la fuerza. En términos políticos, significa que la recaída de la clase media en la pobreza podría hacer peligrar hasta la estabilidad misma de nuestra democracia.
Es importante saber al respecto que, durante años el crecimiento económico ha dejado pasar inadvertida una falla en la arquitectura de nuestra democracia. La nuestra es una democracia de baja gobernabilidad, sin equilibrio de poderes (lo que en EEUU llaman checks and balances). He argumentado por años que la baja gobernabilidad de nuestra democracia se debe precisamente a la falta de equilibrio de poderes.
Solo hay que mirar fuera de la caja. El caso fallido más cercano al nuestro es el de Francia. En 1958 luego de doce años de fracasos, aceptaron reformar el equilibrio de poderes. Así nació la Quinta República, finalmente una democracia con gobernabilidad.
Dice Naím que la reforma institucional más urgente en el Perú es la de la justicia. No puede tener más razón. En el Perú se han intentado varias y han fracasado por haber tomado el rábano por las hojas. Precisamente porque una consecuencia de la falta de equilibrio de poderes de nuestra democracia es la imposibilidad de reformar a uno de ellos: la justicia.
El sistema de justicia en el Perú ha sido institucionalmente desguazado en varios organismo constitucionales autónomos –el Ministerio Público, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Tribunal Constitucional- que fueron despojando a la Corte Suprema de sus funciones hasta crear una hidra de varias cabezas que hoy se devoran entre sí.
Esos organismos fueron creados con el fin de acabar con la politización y la corrupción de la justicia. El síntoma del remedio fallido es que en ellas se han entronizado la politización y la corrupción. A pesar de los meritorios esfuerzos actuales en el solitario caso del TC, la falla en la arquitectura de una institución no puede ser compensada con la virtud de los individuos que la integran, porque estos pasan y la falla queda.
No es solo un problema de las personas, sino de la institución. Es necesario rediseñar el sistema de justicia y volver a poner a la Corte Suprema a la cabeza del mismo. Debe haber una sola cabeza. Hay que devolverle a la Corte Suprema el poder.
Hay que devolverle a la Corte Suprema la facultad de nombrar a los jueces y fiscales. Y devolver, luego, al poder Ejecutivo –con aprobación del Legislativo- la facultad de nombrar a los jueces de la Corte Suprema. Eso es, con variantes, lo que hacen todas las democracias del continente americano sin excepción. Solo nosotros nos hemos aventurado a un experimento institucional fallido.
Restablecido el equilibrio de poderes, podrá reformarse la justicia y la nuestra podrá ser por fin una democracia con plena gobernabilidad. Lo hicieron muchas democracias en su momento. Este es el nuestro.
Gracias a Naím, por ver de lejos.