Jorge Morelli
Expreso, 08 de mayo de 2016
El concepto de populismo ha sido tan manoseado que ya nadie sabe qué significa.
Por eso, decir que el fujimorismo es populista se ha vuelto un lugar común y, al mismo tiempo, un sinsentido.
Populismo, en el sentido latinoamericano de la palabra es el ingenioso engendro político de Getulio Vargas en Brasil y de Juan Domingo y Eva Perón en la Argentina de la primera mitad del siglo pasado.
Puede consistir, sí, en el reclutamiento político de distintos segmentos de los grandes sectores populares desposeídos, mediante el reparto de dádivas, desde máquinas de coser hasta generosos aumentos de sueldo, pasando por privilegios monopólicos para gremios o sindicatos de trabajadores (urbanos).
Pero la verdadera característica sine qua non del populismo es que se trata de una astuta estratagema de corta vida. Porque es una cuestión medular y no adjetiva precisar si la puesta en escena del populismo es sostenible o no.
Claramente, no lo fue ni en el Brasil de Vargas ni en la Argentina de Perón, ni en el Ecuador de Velasco Ibarra, ni en la Cuba castrista, ni en la Venezuela de Chávez (y, podríamos agregar, tampoco en la Grecia o la España de hoy). Aunque puede durar sostenida por el palo político que complementa la zanahoria de la dádiva, la desacumulación sistemática en que reposa el populismo lo condena, irremediablemente, a la corta o a la larga a producir la quiebra de una economía.
La primera diferencia y fundamental diferencia con el fujimorismo, entonces –el de ayer y, sobre todo, el de mañana-, es que los programas sociales para atacar de inmediato la extrema pobreza y sentar las bases de un programa para la igualdad de oportunidades, no tienen por qué ser económicamente insostenibles y, de hecho no lo fueron. Por el contrario, existieron de manera paralela al crecimiento de la economía y no a su exacción. Si, luego, a esos programas se les incorpora, como se debe, plazo en el tiempo y mecanismos de graduación de los usuarios, eso no es populismo.
Lo característico del populismo, entonces, es que aparece cuando el crecimiento se desvanece, que es lo único que en verdad reduce la pobreza de manera sostenible. Programas sociales compatibles con el crecimiento (e incluso funcionales a él) pueden convertirse entonces en populistas cuando el crecimiento se detiene por efecto de medidas demagógicas -populistas, en el sentido correcto del término- con las que un gobierno abdica de su responsabilidad primordial de gobernar. Sin cambiar en un ápice, un mismo programa puede entonces devenir en populista. Peor aún si luego se instala la falsa narrativa política de que lo que reduce la pobreza son los programas sociales y no el crecimiento. Es lo que ha ocurrido con el humalismo.
El populismo tiene una connotación peyorativa en su significado precisamente porque es por definición un falso remedio, un placebo, un premio consuelo para los más pobres. La ayuda, en cambio, para un primer paso en dirección hacia la inclusión en el crecimiento de todos no puede tener significado peyorativo, porque es perfectamente legítima. Tampoco puede tenerlo un programa para la formalización de todos los trabajadores que abre camino a la igualdad de oportunidades para todos en lo laboral.
Eso no puede ser “populismo”, so pena de que el término devenga en ambiguo e inútil para la ciencia política, como en efecto ha ocurrido con la palabra.
¿En qué sentido es, entonces, populista el fujimorismo? Acusar con ligereza al fujimorismo de populista sin las salvedades anteriores no es hacer ciencia política, sino política a secas y de la mala.
Lampadia