Blog Jorge Morelli, 17 de Mayo de 2017
Mirando en la televisión las imágenes de la llegada de Neil Armstrong a la Luna, hace cerca de cincuenta años, pregunté a mi abuela, en su sillón venerable, si el mundo había cambiado mucho durante su vida. Me dijo por toda respuesta que ella había ido a su fiesta de quince años en un coche tirado por caballos.
La generación de los peruanos que nacimos en los cincuenta y sesenta vio el final del mundo antiguo, de la misa con ropa de domingo, la inauguración del divorcio, de la relatividad de las cosas, del escepticismo. Vio llegar la televisión en los 60, el video, la computadora personal en los 70 y 80, el celular, el CD, el internet, la página web en los 90, el USB, el twitter, el facebook y el whatsapp y el blog en el nuevo siglo. Y la velocidad del cambio acelerarse vertiginosamente.
No pocos optaron por reaccionar contra el cambio, que dejaba atrás a tantos. Muchos por el activismo y la militancia política, la fantasía de la tabla rasa, la ilusión de empezar de nuevo. Pero el héroe de la clase obrera descubriría eventualmente que servía a poderes más allá de su conocimiento.
“La vida es lo que le ocurre a uno cuando está ocupado haciendo otros planes”, escribió John Lennon por entonces. Lo que ocurrió mientras mi generación hacía planes para cambiar el mundo, fue el fin de la prosperidad de la pos guerra, el comienzo de la guerra interminable de Viet Nam y, al final de la misma, el quiebre de la paridad del dólar con el patrón oro -decretado por Nixon en 1972-, la llegada de la crisis árabe del petróleo en 1973, el alza brutal del precio de la energía. Fue como si a la fiesta le apagaran la luz. Allí comenzó la inflación.
En el Perú oímos hablar de ella por primera vez en 1976. Para 1980, comenzaba el terrorismo. Ninguno se detuvo ya hasta medidados de los 90, veinte años después. Para la mayoría, esos veinte años, los más productivos de su vida -entre los 25 y los 45, digamos-, los que debieron servir para hacer empresa y emprender la acumulación, se desperdiciaron en batallar contra la inflación y protegerse del terrorismo. Además, la verdad, los ideales eran la intelectualidad, la universidad, la cultura. La empresa era una actividad menor, a la que se miraba por sobre el hombro. Los educados para ser filósofos griegos acabaron de esclavos de prósperos bárbaros. Venidos desde abajo, atravesaron desiertos a pie y mares a nado.
Para entonces, la mayoría se había resignado ya a vivir entre el ideal inalcanzado y la chamba de ocho horas. Acomodados en la contradicción, que es una planta que crece en los claustros universitarios, en la imaginación sobre excitada, en las mentes afiebradas. Lo hacía posible una educación algo desnaturalizada po el romanticismo, que se expresa en literatura en el conflicto irresuelto en una misma persona o en dos que se reflejan, como Jean Valjean y Javert, su atormentado perseguidor en Los Miserables; o en el alma noble de Edmond Dantes, envilecida y finalmente redimida en El Conde de Montecristo.
Otros pusieron sus mejores ambiciones en el arte. Los más duros, los menos, siguieron el camino de Rimbaud: “senté a la belleza en mis rodillas y la encontré amarga y la injurié… Me revolqué en el fango de todos los vicios, me sequé con el aire del crimen…”. Los demás simplemente huyeron.
De esta materia lunar están hechos los sueños de la generación de los cincuenta y sesenta. Instalados a perpetuidad en la brecha entre la ley y la realidad, habitantes de la frontera entre dos culturas, entre dos países, entre dos tiempos.
Esa complejidad es su patrimonio. Su punto débil no está en su pensamiento político, ya deshojado. Su legado se halla en su resistencia, en su perseverancia contra toda probabilidad, en su tenaz decisión de seguir adelante en medio de la nada, aun con esa canción de la edad de oro resonando en su memoria: “enseña a tus hijos bien, aliméntalos con tus sueños, los que ellos escojan…”.