El crimen y la corrupción reinantes en Áncash y otras regiones son solo la punta del iceberg. El problema es muy grave. Las organizaciones criminales, el sicariato y la compra de voluntades no son nuevos ni recientes, y están volviendo muy frágil nuestra democracia.
La ciudadanía vive en constante inseguridad; la corrupción e impunidad son algo cotidiano y existe evidencia de que el narcotráfico y el lavado de activos ocurren con el apoyo de políticos, policías, fiscales, jueces y hasta congresistas. Somos una sociedad que se dispara a los pies porque la mayoría se pone de costado simplemente porque esto no nos afecta directamente… “Ahorita no nos afecta”, como diría Humala, pero nos va a pegar, y fuerte.
Una democracia no es real si su ciudadanía carece de información y no ejerce control sobre sus autoridades, si sus partidos políticos son débiles e ineficientes, si sus instituciones no son fuertes, si la desigualdad de oportunidades es enorme, y si su clase dirigente es incapaz de anteponer los verdaderos intereses nacionales a sus agendas particulares y cortoplacistas.
En la mesa Empresariado y Poder Político: Cercanía y Transparencia, de CADE 2008, se propuso crear una institución independiente para que, mediante el diálogo técnico y fluido, se produzca la colaboración público-privada que ayude a resolver nuestros imperativos. Poco o nada se ha hecho.
Si como sociedad civil y sector privado no nos involucramos, pondremos en riesgo el crecimiento de los últimos años. Requerimos participar en el desarrollo de políticas públicas para reducir la burocracia y la ‘permisología’, y en mecanismos de denuncia y protección a los denunciantes. La podredumbre en municipios y regiones, la informalidad, la economía ilegal y el abuso del poder solo podrán ser resueltos si mejoramos la transparencia, y si prevenimos y combatimos eficazmente la corrupción, cuyos efectos anuales se estiman entre 3% y 5% del PBI.
Sin ánimo de provocar, ¿por qué no usamos la misma energía y coraje que desplegamos en ciertos casos (como amenazas de actividad empresarial del Estado, normas antielusión, normas sobre comida chatarra o fondos privados de pensiones) para alzar nuestra voz y –además de protestar– proponer medidas innovadoras que ayuden a mejorar la transparencia y la gobernabilidad?
¿No tiene sentido acaso que universidades, colegios profesionales, gremios como la Confiep y la CCL, asociaciones de profesionales –como el IPAI al que pertenecemos los auditores–, y demás organizaciones de la sociedad civil y el sector privado, en adición a las bienintencionadas declaraciones de integridad, exijamos a –y sumemos esfuerzos con– la contraloría, fiscalía, UIF, CAN, entre otras instituciones, para trabajar en una agenda común en pos de la integridad y la transparencia?
La corrupción es una lacra para nuestro desarrollo económico, social y humano, y está minando nuestra democracia.
El partido lo estamos perdiendo, no por goleada sino por ‘walk over’, porque no lo estamos jugando. Ya no alcanza con ser íntegros al interior de nuestras organizaciones; es necesario involucrarnos directamente, con liderazgo y coraje, en combatir la corrupción en todas sus formas. La respuesta a la pregunta de esta columna, ¿cómo llegamos hasta aquí?, es simple: porque aún no nos hacemos cargo. Tengamos mucho cuidado: el trecho que hay entre un país con alto nivel de corrupción y uno dominado por el narcotráfico es más corto de lo que nos imaginamos.