El Comercio, 5 de Abril de 2017
Hace unos días, una catedrática extranjera en viaje de estudios en nuestro país me preguntó cómo era posible que existiera orden en el Perú, a pesar de la desorganización patente por todos lados. En su recorrido por Lima, le llamaron la atención los altos niveles de informalidad, la falta de respeto a normas básicas de tránsito, el maltrato que recibía el peatón y la gran sensación de inseguridad. Esto, además del escándalo Lava Jato y cómo toca a altas autoridades de los últimos períodos presidenciales. Ella consideraba que –de por sí– estos hechos evidencian débiles instituciones y poca organización social, pero –en todo caso– lo veía como una versión algo más exagerada de lo que ocurre en otros países.
Sin embargo, fue la emergencia nacional la que la dejó desconcertada. En múltiples reportajes observó cómo se repetía –una y otra vez– que muchos de los afectados habitaban zonas de riesgo (quebradas, riberas, cauces) que jamás debieron ser urbanizadas. ¡Y las autoridades lo habían permitido! Expertos lo explicaban señalando que había muy poca planificación urbana, pero era una información recibida con abulia por su obviedad. Lo que más llamó su atención fue cómo los damnificados –aun recuperándose del desastre– señalaban que no se reubicarían: ¿por qué hacerlo si las lluvias no regresarían sino entre 15 y 20 años?
¿Cómo es posible el orden en el Perú, un país de instituciones débiles, poca confianza y bajo cumplimiento de las normas? Es una pregunta que no tiene una sola respuesta. Sin embargo, considero que una porción importante del orden que vivimos resulta de la organización que se logra a nivel microsocial.
Resulta bastante abstracto pensar que vivimos en ‘una’ sociedad. Más bien, nuestra vida normalmente consiste en rondas cotidianas. Pasamos de un entorno a otro, cada uno con una organización particular. Iniciamos el día en el entorno familiar y de ahí nos trasladamos a la escuela, universidad, trabajo, comercio, parque, etc. Es decir, nuestra vida social es la suma de microestructuras, cada una de las cuales tiene algún tipo de vínculo con un orden o estructura social mayor (por ejemplo, el Estado o el mercado). Día a día forjamos orden y estabilidad en estos espacios, a pesar del aparente caos que nos rodea.
Estos microórdenes, sin embargo, varían enormemente en términos de estabilidad y solidez. En primer lugar, tenemos los microórdenes sólidos, modernos, globales y con recursos (por ejemplo, las universidades privadas más prestigiosas). Mientras que otros entornos sociales se encuentran en pleno proceso de cambio y –quizás– debilitamiento, como son la familia, etnia y el vecindario. Pero también hay microórdenes precarios y algunos de los principales conciernen al hábitat popular.
Todos sabemos que la “solución” histórica al problema de la vivienda popular ha sido la ocupación territorial informal. Ocurre en zonas de poco valor y difícil acceso –como cerros y arenales– que dificultan la provisión de servicios básicos. Las viviendas son construidas precariamente (Sencico calcula que el 60% del total es vulnerable a movimientos sísmicos). En términos políticos y fiscales ha resultado ser un enorme paliativo ante la ausencia de planificación y políticas efectivas de vivienda popular. No obstante, al crecer la ciudad, se inicia una ocupación urbana cada vez más temeraria y precaria pero que sigue contando con el apoyo de ciudadanos desesperados (u oportunistas) y políticos clientelistas.
Este tipo de arreglo social da como resultado un ordenamiento perverso porque –siguiendo al “Diccionario de la lengua española”– “corrompe el estado habitual de las cosas”. Las condiciones que se aceptan para la persona de bajos recursos jamás serían aprobadas para otros sectores por ser precarias y peligrosas. Y, peor, lo que contribuye más aun a la perversión es que algunas autoridades –una vez ocurrida la tragedia– se rasgan las vestiduras señalando que en tal o cual estudio, informe, oficio o reglamento ya habían advertido del peligro, aunque nada se hizo.