El Comercio, 21 de Marzo de 2017
La construcción de la modernidad siempre es difícil. Se da sobre la base de profundos cambios económicos, políticos y socioculturales, muchos de los cuales tienen efectos negativos para un buen número de integrantes de la sociedad. Sin embargo, a pesar de los grandes sufrimientos, protestas y conflictos, la modernidad se impuso en muchos países no solo como proyecto de las clases altas, sino también como un anhelo compartido por alcanzar el progreso.
¿Aún existe en Lima el sueño del progreso colectivo como aliciente para soportar los embates de la modernidad? ¿O hemos tirado la toalla y nos encaminamos hacia una sociedad fracturada –sin propósitos comunes– que termina minando el ordenamiento moderno?
Estoy participando en una investigación que –entre otros propósitos– intenta responder a estas preguntas. Para ello, aplicamos una encuesta representativa en Lima. Los resultados son muy interesantes. Al ser preguntados dónde ubicarían al Perú en una escala de 1 (nada moderno) a 10 (totalmente moderno), el 50% opinó que nos encontrábamos en 5 o menos. Es decir, que no estamos ni a mitad del camino.
Para la mayoría, los países más modernos eran Estados Unidos (41,6%), seguido por Japón (22,3%). Solo el 35,9% pensaba que llegaríamos a ser como ellos en los próximos 20 años. Asimismo, un rotundo 62% afirmó que la modernidad en el Perú beneficiaba a menos de la mitad de los peruanos.
En términos de empleo, los encuestados fueron más pesimistas, ya que el 66% creía que la modernidad generaba trabajo a menos de la mitad de los peruanos. Esto es comprensible al considerar que solo el 44,6% de los encuestados señaló que todas sus actividades económicas eran formales.
¿Qué efectos podría tener esta falta de confianza en la modernidad en nuestro país? En primer lugar, tendríamos que definir modernidad. Puede significar muchas cosas, pero creo que el sociólogo Alain Touraine tiene razón al señalar que sus dos características centrales son el racionalismo y la subjetivación. El ser moderno es racional, en el sentido que calcula el costo-beneficio de sus acciones para tomar decisiones y llegar a determinados fines.
Lo moderno también se caracteriza por la centralidad del individuo al librarlo de las ataduras de la tradición e instituir el principio de que es libre y sujeto de derechos. Según Touraine, el racionalismo y la subjetivación deben funcionar en equilibrio. El racionalismo sin sujeto ha creado los peores autoritarismos (estalinismo, nazismo), mientras que el sujeto sin racionalismo puede derivar en caos.
En nuestro país, la tendencia es resistirnos a los aspectos racionales de la modernidad porque implican precariedad a corto plazo y no confiamos en las instituciones encargadas del orden social. En las últimas semanas hemos visto cómo fenómenos naturales recurrentes han ocasionado enormes desastres sociales y económicos. Sin desmerecer el carácter extraordinario de las lluvias, deslizamientos e inundaciones, detrás de la mayoría de los desastres hay una clara falta de previsión, planificación y gestión. Y no solo de las autoridades y funcionarios, sino también de los mismos habitantes.
En muchos lugares existían advertencias de los peligros, pero aun así fueron urbanizados porque había una necesidad de vivienda para la cual ni el mercado ni el Estado ofrecían alternativas viables. Y por ello –autoridades y ciudadanos– prefirieron cubrir necesidades individuales inmediatas, sin prestar suficiente atención a las consecuencias de mediano a largo plazo.
El reto es generar confianza en proyectos comunes, bien pensados y planificados, que logren equilibrar los requerimientos de una sociedad democrática moderna con los deseos y necesidades de los individuos que la componen. Las muestras de solidaridad y el trabajo conjunto ante los desastres son claras indicaciones de que podemos hacerlo.