El Comercio, 17 de junio de 2016
La gran oportunidad que tenía Fuerza Popular de demostrar su naturaleza democrática era el manejo del Ejecutivo, si hubiese ganado la elección. Pero la perdió. No obstante, consiguió tal poder en el Congreso, que este se convierte también en un escenario que pone a prueba el verdadero talante de esa agrupación. Porque detrás de la mayoría aplastante que tiene Fuerza Popular estará siempre al acecho la tentación autoritaria en el ejercicio de tal mayoría. Podría decidir, por ejemplo, aprobar sencillamente su propia agenda legislativa –como anunció Keiko Fujimori cuando aceptó su derrota–, pero hacerlo a rajatabla, sin escuchar los proyectos del Ejecutivo ni de nadie, sin discutirlas con otros puntos de vista, con el argumento de que son las propuestas recogidas del pueblo en los viajes de KF.
El problema es que leyes que se aprueben de esa manera tendrían que ser ejecutadas por un Ejecutivo que tiene otras ideas acerca de cómo hacer las cosas en cuando menos dos temas importantes: formalización e inversión pública descentralizada. ¿Podrá el Ejecutivo aplicar un programa ajeno? Para eso, los ministros tendrían que provenir de la mayoría congresal, al estilo francés. Pero eso no ocurrirá.
¿Podrá el gobierno de PPK aplicar, por ejemplo, el nuevo Ceplan y las unidades de gestión de servicios y procesos que propone FP en lugar del ministerio de apoyo a las regiones y la nueva Pro Inversión descentralizada propuesta por PPK? ¿O la política de formalización de FP en lugar de la propia?
Es evidente, entonces, que Fuerza Popular –y también el Ejecutivo– tienen que poder sentarse a contrastar propuestas para alcanzar, vía el intercambio racional de ideas, un consenso acerca de cuál es la mejor fórmula en cada caso. He allí una prueba de capacidad democrática, que no es otra que la capacidad de diálogo constructivo.
Y aun antes que eso, ambas partes deberán sentarse a definir una agenda legislativa común de reformas y leyes que le dé rumbo claro al país. Ejecutivo y Legislativo tienen que trabajar coordinados. Esa conciliación, que potenciaría enormemente las perspectivas del país, es una ocasión también para medir el talante democrático de los dos partidos. Con la ventaja de que dicha tarea ni siquiera es tan difícil, pues en la mayor parte de temas hay coincidencias y del solo cotejo de los dos planes de gobierno sale una agenda común de reformas, que ha sido extraída y publicada ya por Lampadia. Lo que falta todavía es la actitud.
Hay un tercer nivel en el que FP confirmaría su verdadera vocación democrática: en la presentación de propuestas para institucionalizar el imperio de la ley y reconstruir un sistema de representación y de partidos que hoy no existe. Es decir, para tener una democracia –no una autocracia– que funcione y resuelva problemas. Ese sería el broche de oro.