El proceso democrático va poco a poco introduciendo por ósmosis ciertos cambios culturales. Por ejemplo, el principio de que no se puede usar los bienes públicos como si fueran privados o propios, como ocurre cuando una autoridad regional o municipal usa los bienes o dineros públicos para contratar a sus familiares y amigos o para salir de vacaciones o para su campaña electoral. Esa conducta se llama patrimonialismo. Viene de la época en la que las propiedades del Estado eran del rey, que podía disponer de ellas como le viniera en gana.
En una sociedad premoderna, regida todavía por la relaciones de parentesco, el patrimonialismo en la función pública parece natural, normal, al punto que nadie entiende por qué el nepotismo es delito, si en nadie puedo confiar yo más que en un familiar. Pero el desarrollo del Estado profesional, de la ley y del mercado, reemplazan a las relaciones de parentesco por relaciones impersonales, meritocráticas y de contrato. El Perú está en ese tránsito. De allí la exacerbación de los casos de corrupción: lo que era normal ahora es delito, lo que se agrava por la descentralización que hemos tenido, que ha puesto en manos de autoridades patrimonialistas ingentes recursos y competencias.
Tiene razón el presidente Humala cuando insta a los alcaldes a no usar los recursos públicos para su reelección. Pero no advierte que él hace lo mismo cuando trae a gobernadores para mítines partidarios, por más que sea para celebrar La Haya. Esto ha llevado a algunos a pedir nuevamente la desaparición de la institución de las gobernaciones, vistas como refugio de empleo para los miembros del partido de gobierno, con funciones que pueden desempeñar otras autoridades subnacionales.
Pero eso sería un error. La descentralización acelerada en un marco cultural patrimonialista, está desintegrando o feudalizando el Estado Peruano, con pequeños señores regionales o locales que desobedecen las políticas y disposiciones nacionales o montan aparatos mafiosos de control político para enriquecerse o perpetuarse. No todos, por supuesto, ni mucho menos. Pero hay esa tendencia. Ante ella, una estructura de gobernadores departamentales, provinciales y distritales serviría para amarrar un Estado que se desmembra, para darle unidad a las políticas. Es decir, para contener la entropía. Para vigilar la aplicación de las políticas sectoriales, alertar respecto de acciones mafiosas y corruptelas, coordinar acciones multisectoriales y entre los distintos niveles de gobierno, ayudar en la viabilidad de las inversiones previniendo conflictos sociales, etc.
Es decir, gestores gubernamentales y operadores políticos, pero operadores políticos en el buen sentido de la palabra: no para hacer proselitismo para el partido de turno, sino para facilitar las inversiones y la aplicación de las políticas gubernamentales. Pero eso supone gobernadores capacitados y dependientes de la Presidencia del Consejo de Ministros más que del Ministerio del Interior. Otro tipo de gobernadores.
Si vamos a seguir con los que tenemos ahora, mejor cancelar el sistema, efectivamente. Porque es una forma de seguir con el patrimonialismo. Se trata de superarlo. A ver si hacemos las cosas bien en este tema.