Jaime de Althaus, Antropólogo y periodista
El Comercio, 03 de febrero de 2017
El huaico moral que estamos sufriendo amenaza con arrasar lo bueno junto con lo malo. Todo. El modelo económico mismo, eventualmente hasta la democracia. Es que la crisis que sufrimos inflama todas las fobias y perdemos de vista el norte. Una herramienta potencialmente tan buena como las asociaciones público-privadas está en la picota. La última víctima propiciatoria ha sido la tecnocracia. Fernando Vivas, por ejemplo, concluye que este gran ciclo de corrupción gestado por las transnacionales brasileñas está asociado al poder que la tecnocracia ha adquirido en el Perú en ausencia de partidos políticos. Son los tecnócratas los operadores de la corrupción.
Esa tesis supone que si hubiésemos tenido partidos fuertes y políticos al mando, habríamos sido menos vulnerables a la penetración brasileña. Pero el papel de García en los 80 y de Toledo y Humala recientemente hace pensar lo contrario. ¿Quiénes son los peces gordos que buscamos? No cabe duda de que esta corrupción es de partido, solo que no nuestro, sino brasileño: el Partido de los Trabajadores, que la orquestó como una política de Estado al punto de usar a las empresas para financiar campañas electorales en otros países. Fue un proyecto geopolítico, imperialista, no tecnocrático.
Carlos Meléndez sostiene que hemos pasado de la corrupción de partido de los 80 a la del antipartido de los 90, y a la corrupción sin partido de estos años. Pero, como vemos, la corrupción brasileña es de partido. Yo sostengo que hemos pasado de una corrupción derivada del modelo económico intervencionista en los 80 a una derivada del modelo político autocrático en los 90, y a una derivada de la falta de institucionalidad en el siglo XXI: esta última, que viene acompañada de una inseguridad ciudadana creciente, se debe a que hemos crecido pero no hemos construido un orden institucional capaz de implantar el gobierno de la ley. De allí la urgencia de las reformas política, judicial y policial y del Estado (sustituir patrimonialismo por tecnocracia precisamente).
Pero hay que distinguir esta corrupción sociológica y generalizada mezclada con mafias diversas, sobre todo en gobiernos subnacionales empoderados, de la corrupción de los grandes proyectos inyectada por las empresas brasileñas bajo la batuta política de Planalto. La primera es endógena, vinculada a nuestro propio proceso, a nuestro déficit institucional. La segunda es exógena, inorgánica, inducida.
En ambos casos, sin embargo, el remedio no es menos tecnocracia sino más, como parte de una institucionalidad fuerte y eficiente. La creación de una cierta tecnocracia económica en los últimos 25 años –junto a partidos débiles, es cierto– permitió darle continuidad a un modelo que logró un crecimiento sostenido sin precedentes. García, en nefasto acto populista, le bajó el sueldo y debilitó al Estado.
No podemos renunciar a alcanzar el Estado profesional y tecnocrático de Max Weber. Más bien, estamos en pañales. Existe en el BCR, el MEF, la Sunat y en un par de instituciones más. En Pro Inversión más bien faltó. Y recién se está construyendo en Educación, por ejemplo. Lo que tenemos en los gobiernos subnacionales es preponderantemente lo opuesto a la tecnocracia: patrimonialismo, que sí es connatural a la corrupción. No confundamos las cosas.