“No hay democracia sin burguesía”, sostenía Barrington Moore. Los comerciantes, productores y profesionales necesitan un Estado que brinde seguridad, que proteja la propiedad y los contratos y que facilite la infraestructura básica para las comunicaciones y otras necesidades. Pagan impuestos para eso y, al pagarlos, se interesan en el destino de su dinero, en la cosa pública. Para eso eligen representantes o se inscriben en partidos. Eso es la democracia.
Sostengo en mi último libro [1] que en el Perú se intentó implantar la democracia en el pasado sin que hubiese una clase media suficiente, una base social de ciudadanos plenos que la sustentara. Se extendieron derechos políticos antes que estuvieran maduros los derechos civiles (libertad, propiedad, contrato, justicia) y el mercado. Por eso la democracia no duraba nunca más de diez años y los partidos representaban solo a los sectores integrados, a las clases medias, profesionales y laborales del reducido sector moderno de la sociedad.
Pero sostengo allí también que esa condición está empezando a cambiar con la emergencia de una nueva clase media creciente de emprendedores, aunque todavía conformada mayoritariamente por ciudadanos no plenamente integrados en la medida en que siguen siendo informales. No pagan impuestos o no son conscientes de que el 18% del precio de muchos productos que adquieren, es un impuesto.
En una comunidad campesina el contrato social es comunal, endogámico. Las relaciones de parentesco o su modelo cultural suelen regir las relaciones económicas. El comunero contribuye con su trabajo o su dinero en las faenas comunales, en las rondas o en las fiestas. La ciudadanía es comunal, no nacional.
Algo de eso se proyecta cuando los migrantes vienen a la urbe. Contribuyen en sus asociaciones, en su club comunal, a su ronda vecinal, pero no al Estado, ni siquiera al gobierno local, donde el impuesto predial suele evadirse. Los emergentes “llegan” a un Estado ajeno, que ellos no formaron y que contiene obligaciones desmedidas, farragosas o arbitrarias, de las que hay que escapar. Pero hay cuando menos una escuela y una posta médica cerca, y hasta programas sociales. Quizá esos servicios y dádivas se vean como derechos naturales, sin conexión con las obligaciones correspondientes.
Además, a nadie le gusta pagar impuestos o que le descuenten del sueldo. La autoridad debe imponer y sancionar. Pero algunas autoridades actuan como si fueran dueñas de los recursos públicos, como si no fueran de todos. Es el neo patrimonialismo y su contrapartida el clientelismo, proyección al ámbito público de las relaciones familiares y amicales, que en un contexto moderno aparece ya como pura corrupción. El desprestigio consecuente del sistema político, agravado por las denuncias a ex presidentes y congresistas, refuerza la coartada para desentenderse de la suerte del bien común y de las obligaciones con la polis. Círculo vicioso.
El salto de la ciudadanía comunal a la nacional, de la sociedad de status a la de contrato, tiene que ser facilitado, no impedido con costos tributarios, laborales y burocráticos inabordables. La formalidad debe ser profundamente aligerada. El partido que lo pida ganará las elecciones.
[1] “La Promesa de la democracia”, Planeta, 2011
Publicado en El Comercio, 25 de octubre del 2013