Jaime de Althaus
El Comercio, 8 de febrero del 2025
“Una cosa es ponerse de acuerdo frente a un enemigo común, y otra es hacerlo en el tema de qué tenemos qué hacer para volver a crecer a tasas altas para reducir la pobreza, y para reducir la informalidad”.
El “diálogo social” puede ser una herramienta útil en un país en el que la clase política y la institucionalidad se muestran claramente incompetentes para revertir la pérdida de viabilidad y de capacidad de crecimiento y el avance incontenible de la criminalidad y los intereses ilegales.
El diálogo social es el que se produce entre dos partes organizadas de una misma sociedad, cada una con intereses y necesidades diferentes, explicó semanas atrás la enviada del Vaticano, Emilce Cuda. En realidad, mientras crecíamos aceleradamente no lo necesitábamos. No solo eso: el crecimiento rápido y la reducción abismal de la pobreza, de un 60% a un 20% el 2019 –gracias a la apertura, liberalización y privatización de la economía en los 90–, se logró contra la oposición ideológica de los sectores laborales organizados y de la izquierda.
Pero ya no crecemos a una velocidad suficiente para reducir la pobreza. Retrocedimos a un 30% de pobreza con la pandemia y allí nos hemos quedado, mientras la sociedad se descompone en informalidad e ilegalidad. Ante el vacío político, solo queda la sociedad civil. Y ha habido una cierta reacción. Por primera vez en la historia organizaciones empresariales y sindicales se reunieron para trabajar conjuntamente una propuesta de políticas contra la inseguridad, y se movilizaron en dos ocasiones, aunque con pocos resultados. Quedó, sin embargo, una relación, una base para el diálogo. Pero claro, una cosa es ponerse de acuerdo frente a un enemigo común, y otra es hacerlo en el tema de qué tenemos qué hacer para volver a crecer a tasas altas para reducir la pobreza, y para reducir la informalidad.
Allí es donde comienzan los problemas. La CGTP es todavía tributaria de una ideología clasista. Cualquier reforma es vista como una concesión al capital a costa del trabajador, como si la economía de mercado fuera un juego de suma cero. Emilce Cude decía que el diálogo social supone “la unidad en la diferencia”. Es decir, posiciones distintas dentro de un marco común, dentro de una comunidad. Pero no puede haber “unidad en la diferencia” eso si el otro es un enemigo de clase, si el capitalismo es malo.
Si la CGTP se aventurara a jugar con reglas laborales mucho más libres y menos onerosas, sería más grande y poderosa. Habría más inversión, más demanda de trabajadores y los salarios serían mucho más altos. Su base sindical, que ahora no pasa del 1,5% de la PEA, sería mucho más amplia. Pero ha quedado atrapada en un paradigma auto limitativo y excluyente. Porque con esa formalidad tan costosa y farragosa mantiene a las mayorías afuera, en la informalidad, sin derechos, en la mayor injusticia estructural, al mismo tiempo que empresas capitalistas resultan ser mucho más inclusivas. El Yape, por ejemplo, ya tiene 17.3 millones de usuarios, el tamaño de toda la población ocupada del país, y en tres años prestará a cinco millones de peruanos. Es una puerta de entrada a la formalidad, pero para que esa puerta se abra realmente es necesario reducir radicalmente el peso regulatorio de la formalidad. Tremendo desafío para el “diálogo social”.