Por: Jaime Bedoya
El Comercio, 15 de Julio del 2022
“A los periodistas los ronderos les pidieron un desmentido en señal abierta para liberarlos. A las mujeres la libertad les fue ofrecida a cambio que no denunciaran el secuestro. Eso no es el acervo cultural peruano, esos son los usos y costumbres de la familia Corleone”. Lee la columna de Jaime Bedoya
En el Perú del año 2022 siete mujeres estuvieron colgadas de cabeza durante más de diez días. Era un recurso para hacerlas confesar. La acusación era de hechicería. También se les daba latigazos y se les desnudaba en público para hacer más convincente la conveniencia de admitir que eran brujas.
Supuestamente habían matado a una persona por obra de magia negra, hecho sobre el que la única prueba era la suposición. Las rondas, como administradores de justicia ahí donde la policía no llega y la interculturalidad les da carta blanca, ya las habían sentenciado, aún antes de la admisión de culpa sobrenatural.
Esto sucedía al mismo tiempo que otra mujer peruana, la lambayecana Aracely Qusipe, era parte del equipo en la NASA que gracias al Telescopio espacial Webb lograba las imágenes infrarrojas más nítidas del universo. La humanidad pudo ver en fascinante resolución un grupo de galaxias a 4600 de millones de años luz de distancia. Se daba la paradoja que la tecnología más desarrollada del planeta permitía un viaje al pasado del universo.
Pero bajo ese mismo cielo siete mujeres seguían colgando de cabeza. Y bajo ese mismo cielo durante una semana en Lima se discutió si unos periodistas habían sido secuestrados, o retenidos, por otros ronderos. Ante el cúmulo de evidencias del rapto, la polémica resultaba tan ociosa como el legendario debate en torno a si el pedo pesa.
Pero igual. La falacia es el opio de lo políticamente correcto. En este caso, al servicio de un paternalismo antropológico con una intención política: camuflar la corrupción.
Hubo quienes defendieron el secuestro poniendo en tela de juicio la versión de los periodistas. Sostenían elásticamente que era una analogía a lo que pasaba en los parques enrejados de algunos distritos de Lima. Se le agregó racismo, clasismo, blanquismo, toda la batería de imputaciones de alta adherencia con la indignación digital pasajera.
Rápida y elocuente, la ideología acudió al servicio de rehacer la realidad. Y en el caso de las presuntas hechiceras, el silencio fue la manera prudente efectiva de no arriesgar la cuota de poder, especialmente entre feministas más proclives a la quincena que a los ideales.
Mientras tanto, las mujeres seguían colgando de cabeza.
A los periodistas los ronderos les pidieron un desmentido en señal abierta para liberarlos. A las mujeres la libertad les fue ofrecida a cambio que no denunciaran el secuestro. Eso no es el acervo cultural peruano, esos son los usos y costumbres de la familia Corleone.
Relativizar los derechos humanos por consideraciones antropológicas apaña secuestros y torturas en nombre del saber ancestral. Genera a la vez un oportuno punto ciego respecto a la utilización política que se quiere hacer de las rondas, tratando a la ignorancia como un adorno exótico. Justificar la violencia no es cultura, es salvajismo. Es el apaga y vámonos de una nación que pretende ser civilizada.
Con el telescopio Webb la humanidad ha logrado la maravilla de poder darle un vistazo a un tercio de la historia del universo, un viaje al pasado antes de que existiéramos.
Pero siete mujeres colgando de cabeza le han recordado al Perú que seguimos existiendo en un pasado no tan remoto, pero si aberrante y barbárico. Y lo que es peor, cínico.