Hace unos días, en este mismo Diario, un conocido economista –no es necesario personalizar– contaba lo que, según información que él mismo proporciona, es un chiste: “Dos economistas conversan y de pronto se quema un foco. Entonces, el neoliberal dice: ‘No te preocupes que el mercado verá cómo arregla este problema’”.
Mientras el lector se rompe el cráneo tratando de encontrar dónde está la gracia, aprovechamos para contarle otro, que no es gracioso, sino más bien patético: “Dos economistas conversan y de pronto se quema un foco. Entonces, el socialista dice: ‘No te preocupes que el Estado verá cómo arregla este problema’”.
El héroe de cada uno de estos cuentos no es ninguna persona de carne y hueso. El mercado no tiene ni manos ni ojos para cambiar un foco; el Estado tampoco. Ambos son metáforas que se refieren a algún proceso para que las cosas se hagan (o no se hagan). La pregunta es cuál de los dos procesos es más efectivo.
Para entender el proceso de mercado podemos comenzar por preguntar en qué lugar conversan nuestros personajes. Si la conversación tiene lugar, digamos, en un café, el propietario del local tiene especial interés en que la luz regrese cuanto antes para que la clientela no se vaya. Su propio interés económico lo motiva a tomar acción a la brevedad posible y, por cierto, al menor costo posible. Ninguno de los dos economistas tiene que ocuparse de cambiar el foco porque “el mercado”, es decir, el propietario del café, se encargará de hacerlo.
Ahora supongamos que conversan en la sala de espera de un aeropuerto administrado por una empresa pública. ¿Quién que no sea un empleado imbuido del más elevado espíritu de servicio va a correr a cambiar el foco? ¿Tiene el administrador del aeropuerto algún interés personal que lo motive a reaccionar rápidamente?
¿Afecta su bolsillo que el foco no se cambie y la sala se quede vacía? En el 2010 íbamos seguido al Cusco, nada menos; y hemos sido testigos de que el baño que quedaba a la salida de la zona de desembarque tenía en la puerta, durante cinco fines de semana consecutivos, un letrerito que decía “malogrado”.
Los partidarios del intervencionismo estatal se mofan de quienes creemos que el mercado responde mejor que el Estado a las necesidades económicas de la gente porque –dicen– el mercado es una entidad abstracta, una quimera; no es una persona real que pueda actuar y resolver problemas. Nadie dice que lo sea. Cuando decimos que el mercado resolverá un problema, todo lo que estamos diciendo es que habrá una o más personas que tengan la motivación para ofrecer una solución efectiva o, al menos, intentarlo. El mercado no es ni más ni menos que la gente misma ocupándose de las necesidades cotidianas de la vida, como decía el gran economista británico Alfred Marshall (“in the ordinary business of life”, para ser más exactos).
El Estado es también una entidad abstracta. Una organización compuesta por gente común y corriente, pero con una motivación diferente. Su espíritu de servicio lamentablemente no está alimentado, como estaría en el mercado, por el afán de lucro, sino más bien mediatizado por la búsqueda de votos y popularidad. Una organización idónea quizá para otros fines. Será por algo que nuestro editor generosamente la glorifica imprimiendo con E mayúscula su nombre.
Tomado de El Comercio, 2 de mayo, 2013-05-02