Iván Alonso, Economísta
El Comercio, 18 de agosto de 2017
En medio de este absurdo debate sobre cuándo se puede llamar chocolate a un chocolate, ha asomado un viejo argumento nacionalista que ojalá se hubiera derretido ya. En un artículo difundido por el Instituto Peruano del Agro, el director general agrario del Ministerio de Agricultura se ha referido al “posicionamiento país que busca el Perú, como centro de origen del cacao, exportador de chocolates finos de aromas y sabores”. Suena casi como un poema de Miguel Hernández: chocolates finos de aromas y sabores… Pero en realidad es la manifestación de una doctrina equivocada.
Deberíamos, según el citado funcionario, “buscar una industria más articulada con la oferta productiva del país, que tiene los mejores insumos agropecuarios”. Puede ser que tengamos el mejor cacao, como algunos dicen, pero eso no significa que vayamos a producir los mejores chocolates. Una cosa no implica la otra. Arabia Saudita es un país petrolero, pero nadie piensa en ella como un país gasolinero.
Distintos países, en distintos momentos, han creído que la posesión de la materia prima les daba una ventaja competitiva en su procesamiento. Y como para demostrar, sin querer queriendo, la falsedad de esa premisa, han impuesto restricciones a la exportación del producto sin elaborar. El resultado generalmente ha sido empobrecedor.
Si el costo de procesar la materia prima en el país es mayor que el de hacerlo en el extranjero, los que se dedican a extraerla recibirán un menor precio. Durante años en Chile se prohibió exportar troncos en bruto, con la idea de aumentar el valor agregado de las exportaciones de madera. Pero lo que se consiguió fue aumentar la producción de aserrín porque el precio del insumo para la industria local no justificaba hacer las inversiones necesarias para evitar el desperdicio. Recién cuando se levantó la prohibición comenzó el “boom” de las plantaciones forestales.
Entre nosotros, las normas que obligan a los barcos extranjeros a desembarcar en territorio nacional un porcentaje del atún que pescan en el mar peruano tienen el efecto, según conocedores de esa industria, de que aquí se pague cien o doscientos dólares menos por tonelada de lo que se paga en un puerto ecuatoriano.
Grasberg, una de las minas de cobre más grandes del mundo, estuvo paralizada tres meses a principios de este año porque el gobierno de Indonesia quería, entre otras cosas, que la compañía Freeport McMoRan construyera una segunda fundición para procesar localmente un mayor porcentaje del metal que extrae. Tres mil empleos se perdieron, y la inversión en el desarrollo de la mina se redujo una tercera parte. Si fuera económicamente rentable fundir el concentrado de cobre en Indonesia, no se habría tenido que llegar a eso. Y si no, ¿por qué insistir?
No son, pues, tan sublimes los deseos del Minagri. Sería sensacional que la industria peruana llegara, por sus propios medios, a ser una gran exportadora de chocolates finos (y no tan finos también). Pero cualquier intento de forzar que el cacao peruano se transforme en chocolate fino hecho en el Perú podría terminar perjudicando a los agricultores. No sería justo que, con el afán de promover la chocolatería nacional, se les obligue a vender el cacao en el mercado local por debajo del precio internacional. Dejemos que sea el mercado el que “articule” lo que haya que articular.