La competencia es una maravilla porque reduce los precios de las cosas. Esta, que es una verdad incontrovertible, no expresa, sin embargo, lo esencial. La principal virtud de la competencia no está en darle al consumidor lo que desea al menor precio posible, sino en ofrecerle la mayor diversidad posible de calidades y diseños, de sabores y colores. ¿Por qué tendríamos todos que comprar lo mismo? ¿Por qué tendríamos siempre que comprar lo mismo? Como decía Elizabeth Taylor, en la variedad está el gusto.
Si quisiéramos ser más precisos, tendríamos que decir que la competencia reduce a su mínima expresión el precio, pero el precio de una determinada calidad. ¿Usted quiere un carro cumplidor, que consuma poca gasolina, con su radio y nada más? Acá tenemos este carro chino. Y por allá tenemos uno alemán, por si usted pre?ere una mejor suspensión y accesorios de lujo; pero ese es otro precio. Lo que la competencia garantiza es que cada una de esas calidades se ofrezca al público al menor precio posible.
Los fabricantes de artículos de lujo se esmeran en diferenciarse de los que producen sus competidores. Tienen que hacer que sus relojes, sus carteras, sus corbatas sean más atractivos, para los precios que está pagando el público, que los de la tienda de enfrente. Tienen que hacer también que la textura y el diseño justi?quen que sus clientes paguen lo que cuestan ciertas marcas de camisas, habiendo otras menos ‘fashion’, pero que cumplen la misma función a la mitad de precio. La competencia permite que coexistan lo caro y lo barato. Quien sale ganando es el consumidor, que puede optar por la combinación de precio y calidad que más se acomode a su gusto y su bolsillo. Cometen un error, por eso, las autoridades que intentan imponer la competencia con la ?nalidad exclusiva de bajar el precio de un producto o de un servicio.
Supongamos que deciden subastar –como, en efecto, han subastado– el derecho a incorporar a los nuevos a?liados al sistema de pensiones. Tienen que especi?car las condiciones mínimas del servicio que prestará el ganador. Y durante los próximos dos años, esas serán las condiciones del servicio que recibirán los nuevos a?liados. Si uno hubiera preferido un servicio diferente, aunque costara más, no podrá tenerlo. ¿Quién puede decir que la subasta lo ha bene?ciado?
El valor de la diversidad no es un producto de nuestra imaginación. En Chile, donde se ideó la subasta de a?liados, la gente no ha movido en masa sus fondos de pensiones a la administradora más barata, que después de ganar dos subastas consecutivas seguía teniendo una participación ín?ma en el mercado. Quién sabe las otras hayan retenido a sus a?liados ofreciéndoles un trato más amable, información más completa u oportuna o una torta de cumpleaños. Hay algo que las hace no sentirse mal de estar pagando una comisión más alta.
Si solo importara el precio, y no la variedad que nace de la competencia, podríamos subastarlo todo. Podríamos subastar entre los bancos, por ejemplo, el derecho a recibir los depósitos de ahorro de los próximos dos años. Pero acabaríamos peor porque los bancos ya no tendrían que competir abriendo más agencias o diseñando una página web más accesible o regalando licuadoras. La competencia tiene mil maneras de expresarse. Cada una de ellas dice algo que a la gente le interesa oír.
Publicado por El Comercio, 29 de agosto del 2013