Auguro una nueva repartija (columna En defensa de los fondos bonistas) producto de la desfachatada anulación congresal de todos los nombramientos al BCR, al Tribunal Constitucional (TC) y a la Defensoría del Pueblo. Los nombramientos no eran nulos –como han explicado correctamente Enrique Pasquel y el propio José Luis Sardón en El Comercio el pasado jueves– por más que indignen el mecanismo –cuoteo– y el resultado –cuatro nombramientos groseramente inidóneos de un total de diez (columna Clase media: Terror de los políticos)–. Hay quienes sostienen que sí lo eran los del TC, porque debieron hacerse individualmente y no en bloque, pero al parecer la Ley Orgánica del TC admitía la opción del nombramiento conjunto.
En cualquier caso, está fuera de toda duda que los nombramientos del BCR eran incuestionables y a pesar de eso los anularon. Algunos dirán que tal cosa es un logro cívico, producto de que la voz de los ciudadanos se dejó oír en las calles. No es cierto. Lo que lograron las indignadas marchas iniciales fue la declinación voluntaria de varios de los designados (tanto ‘buenos’ como ‘malos’). Era la oportunidad precisa para mantener en sus cargos a los cuatro que no declinaron (Sardón más los tres del BCR) y nombrar nuevamente –de manera individual esta vez– a los dos que declinaron a pesar de merecer sus nombramientos (Eguiguren y Blume). Eso es lo que habría hecho el Congreso si hubiera querido realmente ‘sacar la pata’. En lugar de eso, metieron en el mismo saco a buenos y malos y anularon la designación de los buenos, lo cual constituye un maltrato que desincentivará a cualquier personalidad respetable y con buena fe de participar en un nombramiento posterior.
Así, existen ahora dos enormes incentivos para una nueva repartija, acaso peor que la anterior: La posibilidad de encontrar candidatos idóneos se ha reducido y la cantidad de cargos repartibles ha vuelto al apetecible número de 10. Si sólo fueran cuatro (al no anularse los nombramientos buenos), cada bancada habría perdido poder de negociación y habría tenido que subir la valla de sus propuestas. El mecanismo de las supermayorías busca que ninguna mayoría relativa pueda imponer fácilmente a sus incondicionales y que se genere un acuerdo para nombrar a gente que satisfaga a todos por su idoneidad moral, que incluso puede convivir en algunos (infrecuentes) casos, con cierta afiliación política (columna El equilibrio imposible 2). Claro que –como explica Sardón– eso funciona en una democracia de pocos y sólidos partidos.
Con dispersión partidaria y una clase política de pacotilla, tenemos ahora diez vacancias en lugar de sólo cuatro más seis designaciones aceptables. Hay que ser muy ingenuo para creer que estamos mejor. También para esperanzarse en que futuras marchas callejeras impedirán la nueva repartija en ciernes. Éstas han perdido su fuerza moral tras haber sido secuestradas por opositores a la ley del Servicio Civil y toda laya de huelguistas cuyos reclamos ya nada tienen que ver con la defensa del Estado de Derecho. Las marchas originales convocaban a demócratas de izquierda y de derecha. Las de hoy, en cambio, a izquierdistas demócratas y autoritarios. Igual que cuando el MOHL protesta ya no por la igualdad, sino contra el ‘neoliberalismo’: Han perdido idealismo y se han rendido a la ideología.