Giovanni Bonfiglio, Investigador del Instituto del Perú de la USMP
Lima, 06 de mayo de 2016
En un congreso internacional de aeronavegación, donde se discutían soluciones para evitar la caída de aviones que se malograban en pleno vuelo, un ingeniero sorprendió a todos diciendo que tenía la solución definitiva al problema. Todos le preguntaron cuál era esa solución, a lo que respondió: “es simple: basta con poner un gancho sobre el avión”. Pero… de dónde se cuelga el gancho? La respuesta fue: “bueno, yo inventé el gancho, ahora les toca a ustedes descubrir de dónde lo enganchan, para que el avión no caiga”.
Este es un chiste, pero algo parecido se da también en algunas propuestas que pretenden dar solución a problemas sociales. Una de las soluciones “gancho” se deriva de lo que algunos científicos sociales descubrieron a fines del siglo pasado, luego de décadas de fracaso en políticas de desarrollo basadas solamente en inyectar capitales financieros a los países pobres. Se llegó a la conclusión que el desarrollo no depende solo del capital financiero, sino de valores y activos no monetarios, entre los cuales la confianza y la capacidad de trabajar conjuntamente. En los organismos internacionales que financian el desarrollo, le pusieron el nombre “capital social” a ese descubrimiento. Es que esos organismos se encargan de administrar “capitales”: comenzaron hablando de capital “financiero” (dinero), luego del “humano” (educación), luego del “natural” (recursos naturales), y finalmente del “social”. Este último entendido como recursos “intangibles” que inciden en el desarrollo, el más importante de los cuales es la confianza, la colaboración en el trabajo y la capacidad de asociarse para propósitos comunes. Pero algunos lo tomaron al pie de la letra, pensaron que se trataba de un capital análogo a los otros, es decir, algo en lo que había que “invertir”. Terminaron por asumir que la asociación es de por sí capital social y que invertir en crear asociaciones es una forma de crear capital social.
Desde entonces el “capital social” ha sido una receta propuesta para muchas cosas, casi como si fuese una panacea. Ejércitos de promotores del desarrollo se lanzaron por el mundo para encontrar dónde estaba ese “capital social”. Cada uno pensó encontrarlo a su manera. En Perú hubo incluso un economista que elaboró un índice de capital social, en base al número de comunidades campesinas que había en cada departamento. El mensaje era: donde hay más comunidades, más capital social, por ende mayores posibilidades de desarrollo. Cuando es todo lo contrario! A más comunidades, menos asociatividad y menos capital social, esto es lo que hemos encontrado en nuestro reciente estudio en Huancavelica. Ya lo dijo Fernando Fuenzalida desde hace mucho tiempo: lo más sólido que hay en las comunidades campesinas son familias, cada una de las cuales maneja sus propios recursos.
Es que a los pobres no les gusta asociarse. En realidad no solo a ellos, tampoco a nosotros los urbanos clasemedieros. Nos gusta tener control sobre nuestros recursos y nuestras empresas, manejar nuestras iniciativas lo más independientemente posible. Asociarse tiene un costo psicológico y emocional, es algo que genera stress, implica perder autonomía y entrar en arreglos con otros. La prueba está en las juntas de vecinos de los edificios donde vivimos, donde todos se tiran la pelota a la hora de administrar los servicios comunes. Trabajar conjuntamente es algo difícil, requiere condiciones especiales que se dan en pocos casos. Sobre todo, se requiere compensar el costo psicológico de asociarse con otros. Todos nos asociamos cuando no hay más remedio que hacerlo y si obtenemos ventajas que compensen el “costo psicológico” de depender de otros. Esta es la razón de fondo por la que fracasaron las miles de cooperativas agrarias de producción en la década de 1970. No fue un estrangulamiento externo, sino un colapso interno. Todos los campesinos beneficiarios de la Reforma Agraria querían la parcela propia, no importaba si fuese pequeña y pobre, con tal que fuese propia. Algo parecido ha sucedido con las numerosas empresas comunales, la gran mayoría de las cuales han fracasado. Las que sobreviven es porque los campesinos más hábiles se han apropiado de la empresa y la conducen como empresa privada o multifamiliar, conservando solo la formalidad de lo “comunal”.
El tema de la asociatividad ha sido una solución “gancho” aplicada en los últimos años para resolver el problema del minifundismo y la ineficiencia de la baja escala de producción. El mensaje que han recibido muchos pequeños productores es el siguiente: quieren financiamiento? Pues asóciense! La consecuencia ha sido un asociacionismo impuesto y condicionado por el financiamiento. Una vez acabada la supervisión de los financiadores, las “asociaciones” se disuelven. Esto es lo que vemos todos los días en el campo.
En estos días de propuestas electorales y planes de gobierno, resurgen propuestas en base a la asociatividad como solución a los problemas de desarrollo rural. Una vez más se acude a una solución “gancho”, pues la asociatividad no es para los campesinos pobres, lo es para un sector reducido que tiene capacidad de gestión. Un funcionario de Agrorural de una provincia huancavelicana lo ha dicho con claridad: los que se asocian no son los más pobres, sino los que tienen mayores capacidades, los que buscan dinero barato para financiar sus iniciativas.
La asociatividad no es algo que se puede lograr en base a condicionamientos más o menos disfrazados de “financiamiento de planes de negocios”, requiere de condiciones que se logran con tiempo y mucho esfuerzo. Para comenzar, habría que preguntar a los campesinos si quieren asociarse. Lo que se puede hacer es crear el entorno vial, jurídico (títulos de propiedad) y de asistencia técnica que haga posible una mayor asociatividad y mayor posibilidad de emprendimientos. La asociatividad debería ser un punto de llegada, no de partida. Quizás en vez de buscar capital “social” habría que impulsar el capital “individual” o el “capital familiar”, aquello por el cual la gente está en disponibilidad de poner su mejor esfuerzo. Cada vez más escuchamos en el campo la frase “lo que es de todos es de nadie”, que quiere decir que lo colectivo no genera impulsos productivos.
Recientemente he asistido a una reunión con campesinos del distrito de Anchonga, en la provincia de Angaraes, Huancavelica (que son también miembros de comunidades campesinas). Uno de los lugares más pobres del país. El objetivo era presentar posibilidades de programas de desarrollo rural. Cuando los campesinos tomaron la palabra, todos dijeron que querían apoyo para cada uno por separado; el argumento que esgrimían con fuerza es que en el pasado tuvieron apoyo en grupos comunales y no funcionaron. Fue la mayor lección sobre estrategias de desarrollo rural que he recibido en mi vida.
Lampadia