Por: Gianfranco Castagnola, Presidente ejecutivo de Apoyo Consultoría
El Comercio, 4 de setiembre de 2019
En medio de la profunda crisis política generada por la propuesta del presidente Martín Vizcarra de adelantar las elecciones generales al 2020 y de noticias muy poco alentadoras en el campo económico, una declaración del presidente de Petro-Perú, Carlos Paredes, sobre las necesidades financieras que enfrenta la empresa para culminar el Proyecto de Modernización de la Refinería de Talara pasó inicialmente desapercibida. Es conveniente comentarla, pues demuestra de qué manera las decisiones irresponsables tomadas en el pasado nos pasan una onerosa factura.
Como reseñó este Diario la semana pasada, Paredes –economista con conocimiento y experiencia en las finanzas– manifestó su preocupación por la estructura de financiamiento del proyecto, que involucra una inversión de cerca de US$5.000 millones. Paredes está buscando vías de solución al elevadísimo nivel de endeudamiento de Petro-Perú, y mencionó que la ruta podría consistir en que el Tesoro Público asuma entre US$1.000 y US$1.500 millones de la deuda de la empresa. US$1.500 millones es muchísimo dinero. Ese monto equivale a casi el 60% de la inversión pública asignada al Ministerio de Transportes y Comunicaciones, y a cerca de cuatro veces lo asignado a inversión en el Ministerio de Educación. Se podrían construir 34 hospitales similares al Hospital de Moyobamba recientemente inaugurado o 71 colegios nacionales de alto rendimiento.
Si se concreta la iniciativa planteada por el presidente de Petro-Perú –seguramente razonable desde el punto de vista de la sostenibilidad financiera de la empresa–, el Estado tendrá que asumir esa deuda y los ciudadanos tendremos que honrarla con nuestros impuestos. Es decir, ocurriría lo que muchos temimos cuando ese proyecto se inició en el gobierno del presidente Ollanta Humala: que costaría mucho más (en julio del 2013 se anunció que la inversión sería de US$2.700 millones), y que, contrariamente a lo afirmado por las autoridades de entonces, los contribuyentes terminaríamos financiando gran parte de esta aventura.
La rentabilidad económica de esa inversión parece ser muy dudosa. En aras de la transparencia, haría bien esta empresa pública en compartir con la opinión pública su evaluación al respecto. Nos ayudaría a tomar conciencia de que, bajo el concepto de “empresa o actividad estratégica” –como si en un mundo con exceso de capacidad de refinación no se pudiera importar combustibles–, nos embarcamos nuevamente en un proyecto faraónico. Este se suma a muchos otros. Por ejemplo, la construcción de la IIRSA Sur, aprobada sin estudios previos, terminó costando US$2.000 millones; el doble de lo presupuestado originalmente. Nuevamente, sería conveniente contrastar los beneficios de esa carretera versus el costo que significó.
Hay una larga lista de ejemplos de malas decisiones de inversión pública que se tomaron en los años de abundancia. Nunca sabremos todo lo que el país pudo haber hecho de haberse aplicado esos recursos en programas y proyectos de mayor rentabilidad social. En todo caso, la situación hoy es muy distinta. Producto de un contexto internacional menos favorable, pero, sobre todo, de la falta de convicción del más alto nivel del Gobierno para promover la inversión privada y la competitividad, vivimos años de bajo crecimiento y menor generación de recursos fiscales.
Por ello, la calidad del gasto público se torna aún más importante. Es crucial evaluar bien en qué gastar y cómo hacerlo. No podemos repetir el error de ignorar uno de los conceptos fundamentales de la economía: el costo de oportunidad de los recursos. El Plan Nacional de Infraestructura elaborado por el Ministerio de Economía y Finanzas constituye un esfuerzo de priorización de proyectos y debiera evitar los contrabandos que gobernantes y políticos suelen intentar introducir –por populismo, ignorancia o corrupción–. Puede ser mejorado, indudablemente, pero es un buen punto de partida.
Pero el cómo, en un Estado disfuncional como el nuestro, es también muy relevante. Hay miles de millones de soles invertidos en proyectos de obra pública paralizados, y muchos más en concesiones trabadas o de avance muy lento por el temor o indolencia de funcionarios públicos para tomar decisiones. Se ha convertido en un lugar común comparar el desastre que ha sido la reconstrucción con cambios pos Niño costero del 2017 –entre entonces y hoy apenas se ha ejecutado el 14% del presupuesto de todo el programa de inversión pública y difícilmente se culminará en el 2021, como se había previsto– con la notable ejecución de los Juegos Panamericanos Lima 2019. El ministro de Economía ha declarado que incorporarán varios elementos de los procesos aplicados en el evento deportivo a otros programas de inversión pública. Ojalá logre hacerlo. Y ojalá convenza al presidente Vizcarra de al menos dejar esta reforma como un legado en materia económica, aunque el pueblo no se lo reclame en las calles.