Por: Gianfranco Castagnola, Presidente Ejecutivo de Apoyo Consuloría
El Comercio, 7 de junio de 2018
Lava Jato llegó al Perú el 21 de diciembre del 2016, cuando el gobierno de EE.UU. informó que Odebrecht había confesado haber pagado sobornos por US$788 millones en 12 países de Latinoamérica y África, entre ellos el Perú. Cayó como un meteorito y tuvo un efecto devastador sobre nuestro sistema político y el funcionamiento del Estado. También, junto con las denuncias sobre el ‘club de la construcción’, tuvo un impacto negativo en la percepción del empresariado, el modelo económico y en la actividad productiva. Dos años y medio después, continuamos atravesando una crisis profunda, sin claridad respecto de las posibilidades reales de salir de ella en un plazo razonable y con una incertidumbre muy grande respecto de lo que vendrá en el 2021.
Lava Jato ha dinamitado el arreglo institucional político que venía rigiendo el país en este siglo. Ha arrasado con el elenco estable de nuestra clase política. Presidentes, gobernadores regionales, alcaldes, funcionarios públicos de distinto nivel, congresistas y ex candidatos son investigados y muchos de ellos seguramente serán condenados y terminarán en la cárcel. No hemos sido capaces de construir un consenso para reformar el sistema y hoy presenciamos lo que Alfredo Torres definió, en estas mismas páginas el domingo pasado, como “un choque de trenes”. Es casi imposible predecir qué pasará en apenas tres o cuatro semanas. Inclusive, no es claro que una victoria del Gobierno, con el Congreso aprobando sus propuestas, se transforme en un escenario de mayor gobernabilidad o en donde se logren aprobar el resto de reformas –o, por lo menos, las más relevantes, como la de la bicameralidad y las que perfeccionan la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo–.
Lava Jato también ha deteriorado el funcionamiento del Estado. Hace un mes, comentábamos en esta columna sobre la parálisis del Estado producto del temor de los funcionarios públicos a tomar decisiones que pudieran ser impugnadas por un sistema de control que practica un excesivo celo por el puro formalismo, que invade sus espacios discrecionales y que cuestiona decisiones de carácter técnico. Y por la comprobación de que funcionarios probos y diligentes terminan sancionados e inhabilitados injustamente. Lava Jato agudizó la desconfianza, instauró la cultura de la sospecha y espantó a tecnócratas capaces de la función pública. Toda aquella inversión privada que requiera de una interacción continua con autoridades públicas corre el riesgo de naufragar. En los últimos dos años, Pro Inversión apenas ha dado la buena pro a cuatro concesiones y la gran mayoría de las que están en ejecución presenta retrasos considerables.
El sector empresarial también ha sido impactado. Los promotores de la gran corrupción de Lava Jato fueron empresas brasileñas, auspiciadas por el gobierno del ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva. Pero estas tuvieron como socias a empresas locales que, según declaraciones de Jorge Barata, accedieron a pagar los sobornos. Además, notas periodísticas han recogido información de la fiscalía sobre el ‘club de la construcción’, en el que más de 20 empresas constructoras connotadas del mercado local se habrían coludido y pagado sobornos a funcionarios del gobierno humalista para repartirse las licitaciones del programa Provías Nacional. A diferencia de otros casos aislados de corrupción, en Lava Jato y en el ‘club’ se montaron estructuras sofisticadas para corromper. Pronto se conocerán detalles de su funcionamiento y la lista definitiva de empresas y funcionarios involucrados. El golpe al prestigio del sector empresarial no es menor. Encuestas de Ipsos muestran que la aprobación ciudadana al fomento de la participación privada en las concesiones de servicios públicos e infraestructura ha caído del 61% (2014) al 44% (2019). Ojalá haya una reacción apropiada por parte de los gremios empresariales, con un importante componente de autocrítica –nada peor que una actitud negacionista frente a estas tremendas inconductas– y con un compromiso para adoptar medidas correctivas que eviten casos futuros de corrupción sistémica. La iniciativa Empresarios por la Integridad, promovida por IPAE Empresarial, apunta en la dirección correcta.
Llegar al 2021 con un sistema político sumido en permanentes crisis de gobernabilidad, un Estado disfuncional y paralizado, incapaz de mejorar los servicios básicos para la población –como seguridad, salud y educación– y de promover la inversión privada para generar riqueza y empleo, y con un empresariado debilitado en su calidad de actor en el debate de políticas públicas, constituye un escenario de altísimo riesgo para el futuro del país. Un campo fértil para opciones autoritarias, antisistema y populistas, tanto de derecha como de izquierda. Por ejemplo, la izquierda radical pretende poner en agenda una asamblea constituyente para “refundar la República”, con el objetivo real de desarmar el capítulo económico de la Constitución, que contiene candados adecuados que han permitido, mal que bien, 25 años de buenos resultados económicos y una consecuente disminución de la pobreza; evitándose así los gravísimos errores cometidos en otros lares. Basta recordar la ruina del hermano pueblo de Venezuela.
Quedan menos de dos años para sentar las bases de una reforma de nuestro sistema político, empezar a revertir la disfuncionalidad de nuestro Estado y recuperar la confianza en un modelo económico que ha mostrado mucho mejores resultados que el ineficiente intervencionismo estatal.