Cada cierto tiempo, nuestra izquierda pretende impulsar una “refundación de la nación” poniendo en agenda una nueva Constitución que solucionaría todos nuestros males para enrumbarnos al desarrollo. Es bueno analizar el régimen económico dispuesto por la Constitución vigente para comprender hacia dónde nos conduciría su eliminación.
La Constitución de 1993 establece normas similares a las de los países democráticos con economía de mercado, donde el Estado facilita y vigila la libre competencia y defiende el interés de los consumidores; promueve la libertad de contratar, es decir, las partes pueden pactar libremente dentro del marco de la ley; protege el derecho de propiedad –solo se expropia por seguridad nacional o necesidad pública declarada por ley y previo pago de indemnización–; y garantiza que la inversión nacional y extranjera operen bajo las mismas condiciones. También define el marco para la explotación de los recursos naturales y dispone reglas para el régimen tributario y presupuestal.
Además de todo ello, nuestra Carta Magna contiene algunas disposiciones que resultaron de las lecciones aprendidas del desastroso manejo económico de la dictadura del general Juan Velasco Alvarado y del primer gobierno de Alan García. Así, dispone que el Estado garantiza la tenencia y disposición de moneda extranjera. Esto, en respuesta a las prohibiciones de esas épocas, que obligaron de manera abusiva a empresas y familias a convertir sus dólares a moneda nacional con un tipo de cambio que implicaba en la práctica una confiscación.
En segundo lugar, para garantizar la estabilidad de la moneda, prohíbe al BCR conceder financiamiento al tesoro, también para impedir la práctica de aquellas épocas, cuando los déficits fiscales eran financiados con emisión primaria, lo que nos llevó a largos períodos de elevada inflación.
En tercer lugar, la Constitución establece que solo por ley expresa el Estado puede realizar subsidiariamente actividad empresarial, por razón de alto interés público, disposición que se explica por la nefasta experiencia de las empresas públicas peruanas en los 70 y 80, cuando fueron origen de cuantiosas pérdidas para el fisco, pésimos servicios para el ciudadano y, por supuesto, fuente de corrupción. Y es que para cualquier objetivo de política pública, siempre habrá un instrumento mejor que la creación de una empresa estatal. Agrobanco se creó para facilitar créditos a los pequeños agricultores y terminó prestando a medianos y perdiendo centenares de millones de soles de los contribuyentes. Sedapal es el caso emblemático de una empresa pública incapaz de prestar un servicio de calidad, que además mantiene prácticas laborales antimeritocráticas, impensables en una empresa privada, como el hecho de que los puestos de trabajo sean hereditarios.
Finalmente, la Constitución prevé que, mediante contratos-ley, el Estado puede firmar convenios de estabilidad jurídica para establecer garantías y otorgar seguridades inversionistas. Nuevamente, esta disposición proviene de la tremenda inseguridad jurídica que la inversión privada enfrentó durante décadas. En los contratos entre privados y el Estado, estos convenios evitan que el Estado pueda modificar una cláusula a través de una ley.
Este capítulo ha sido un pilar fundamental para sustentar la performance de la economía peruana de los últimos 25 años, que, aún con sus deficiencias y limitaciones, ha constituido uno de los períodos de mayor expansión en nuestra historia republicana. En contraste, las garantías a la libertad económica, seguridad jurídica, equilibrio presupuestal y control al dispendio de empresas estatales no han estado presentes en las cleptocracias socialistas que tanto admira la izquierda peruana, como la argentina de los Kirchner, la brasileña de Lula o la venezolana de Chávez-Maduro. Tampoco en Bolivia, país cuyos ingresos fiscales dependen en 50% de la producción de hidrocarburos y que, a raíz de la caída del precio del petróleo en los últimos años –recurso atado a la exportación de gas a Brasil y Argentina–, enfrenta desequilibrios macroeconómicos serios desde hace cuatro años (déficits fiscales de 7-8%, pérdida de la mitad de sus reservas internacionales) cuya resolución ha ido postergando.
Así, la propuesta de una nueva Constitución busca no solo cuestionar, eliminar o mediatizar los principios económicos que gobiernan a los países exitosos del mundo sino también abrir esos candados que tan bien nos han protegido durante los últimos 25 años de la hiperinflación, la arbitrariedad y la proliferación de empresas públicas ineficientes y deficitarias.
La Constitución siempre puede ser mejorada en aspectos específicos. De hecho, 39 disposiciones de esta ya han sido modificadas. El país necesita que su clase dirigente se enfoque en promover las reformas que realmente permitan fortalecer nuestra institucionalidad, promover la competitividad y mejorar el funcionamiento del Estado para dar servicios de calidad a los ciudadanos. Ninguna de esas requiere una nueva Constitución.
Por: Gianfranco Castagnola, Presidente ejecutivo de Apoyo Consultoría
El Comercio, 8 de febrero de 2019