Hace cuatro años, escribíamos en estas páginas sobre el “ninguneo del crecimiento”, en referencia al desdén que nuestros gobernantes y algunos sectores de la sociedad mostraban ante la necesidad de adoptar medidas dirigidas a recuperar el dinamismo de los años anteriores. En los últimos años, hemos retrocedido aun más hasta ingresar a una situación en la que se suele estigmatizar la promoción de políticas o acciones que favorecen el crecimiento. Se las descalifica con el argumento de que, detrás de ellas, hay ‘lobbies’ o “intereses subalternos”; se las reduce con el cliché de pertenencia al “modelo neoliberal”; o se las contrapone ante una prioridad mayor –como las reformas institucionales–, como si ambas, en vez de ser complementarias, fueran excluyentes. En el camino, nos olvidamos de que, como dijo el economista chileno Sebastián Edwards, “sin crecimiento nada anda, es como multiplicar por cero”.
La indolencia de nuestras autoridades y nuestra clase política frente a esta situación hará que nuestra economía crezca, con algo de suerte, apenas en 3% este año. Las expectativas empresariales para invertir y contratar personal –medidas por el sondeo que Apoyo Consultoría realiza entre sus clientes del SAE– están en su nivel más bajo de los últimos cuatro años. Hay una gran sensación de frustración e incertidumbre. La ciudadanía también empieza a sufrirla. En la encuesta de Datum de junio pasado, las principales razones de desaprobación al presidente Martín Vizcarra fueron la inseguridad ciudadana, la falta de generación de empleo, el manejo de la economía, el insuficiente impulso a la inversión privada y el limitado avance de la reconstrucción y de las obras públicas. En otras palabras, cuatro de las cinco principales razones de esa desaprobación guardan relación con la economía.
Detrás de esa indolencia se esconde, primero, una mala memoria respecto de todo lo que hemos logrado gracias al crecimiento. El indicador social más relevante es la reducción de la pobreza, que pasó del 59% al 21% entre el 2004 y el 2018. Pero esta reducción se ha desacelerado. En los años de alto crecimiento salían de la pobreza cerca de un millón de peruanos al año; hoy lo hacen 200 mil. Y en esos años, cerca del 90% de esa reducción provenía del crecimiento, mientras que el 10% respondía a programas sociales; hoy el peso de estos es bastante mayor.
En segundo lugar, la apatía en materia económica refleja una insensibilidad frente a retos como el de la generación de empleos. La población económicamente activa (PEA) –aquella en edad y disposición de trabajar– normalmente aumenta en el Perú a un ritmo de 260 mil al año. La generación de empleo formal fluctúa entre 100 mil y 160 mil al año. El resto tiene que “recursearse” en la informalidad. Pero en el 2018 ese incremento de la PEA fue de 600 mil y en el 2019 será de 400 mil, producto de la inmigración de Venezuela. El reto de generación de empleo es, entonces, mucho mayor.
El Perú tiene oportunidades inmensas para sostener tasas de crecimiento que permitan crear empleos formales y generar condiciones para seguir reduciendo la pobreza. Primero, tiene una cartera de proyectos productivos y de infraestructura listos para iniciar su desarrollo en estricto cumplimiento del marco normativo. En Arequipa, por ejemplo, hay dos emblemáticos. El primero, Tía María, con una inversión de US$1.400 millones, que en su etapa de desarrollo crearía 9.000 empleos y en la de producción, US$800 millones de exportación al año y S/273 millones anuales de canon y regalías para Arequipa. El segundo, Majes-Siguas II, que sumaría 38.500 hectáreas a nuestro agro moderno, generaría exportaciones por US$1.000 millones y 70 mil empleos formales directos. ¿No debieran ocupar un lugar prioritario en la agenda del gobierno, junto a toda la cartera de proyectos que están paralizados en cada región del país por razones políticas o por la disfuncionalidad de nuestro Estado?
Pero no solo trabamos proyectos que, en el corto plazo, generarían empleo, riqueza y tributos. También hacemos poco o nada por promover una mayor competitividad del país que permita elevar nuestro potencial productivo. Peor aun, gastamos más energías en defender lo avanzado que en empujar políticas y acciones que nos permitan movernos hacia adelante. Propuestas provenientes sobre todo del Congreso, desde la modificación del capítulo económico de la Constitución hasta la ley de negociación sindical colectiva del Estado, entre muchas otras, ocupan un lugar en la agenda que debería ser tomado por proyectos que sí contribuirían al desarrollo del país, como el de la renovación de la ley de promoción agraria, la ley general de hidrocarburos o normas que faciliten una mayor flexibilidad laboral.
Es indispensable que el Ejecutivo muestre un compromiso decidido con el crecimiento económico y que lo promueva, con liderazgo y solvencia técnica, haciendo frente a los intereses particulares y sectores políticos opuestos por razones ideológicas. No hacerlo significa aceptar implícitamente que prefiere dejar sin empleo formal a miles de jóvenes y a centenares de miles de personas en la pobreza en los próximos años.
Por: Gianfranco Castagnola, Presidente ejecutivo de Apoyo Consultoría
El Comercio, 5 de julio de 2019