Germán Serkovic González
Para Lampadia
Ya es casi un lugar común, escuchar a la población decir que los políticos tienen la culpa de todo o en concreto, que la responsabilidad directa de la actual situación de falta de empleo, inseguridad, crisis, corrupción y un largo etc. es de la Presidente o del Congreso. Y si eso es aplicable al gobierno nacional lo es igualmente, pero multiplicado, a los gobiernos regionales y locales, donde los sátrapas operan sin control.
Lo cierto es que los ciudadanos no dejan de tener razón, nuestra actual clase política -con muy particulares excepciones- es una vergüenza. Pero lo anterior es tan sólo una manifestación de un problema mucho mayor.
Desde hace ya varias décadas se observa una degradación gradual, pero sostenida, en todos los estamentos de nuestra sociedad. Políticos corruptos, empleados públicos mediocres y abundantes cuyo único fin parece ser poner trabas a todo, profesores que no dan la talla y que se resisten a las evaluaciones, empresarios timoratos en expresar sus opiniones o que simplemente han caído en el mercantilismo y operan de turiferarios del poder de turno, periodistas que han preferido ejercer el más vil de los oficios en lugar de desempeñarse en la más noble de las profesiones a cambio de unas monedas o del poder fugaz, jueces y fiscales que ya no defienden a la sociedad y actúan de la mano del mandatario ocasional para destruir a sus opositores. Y no seguimos con los ejemplos para no desanimar al atento lector.
Pero volvamos al tema principal, a saber, el grado de responsabilidad de los políticos. Decir que los políticos -los congresistas y los miembros del Ejecutivo- deben cargar con todas las culpas es obviamente una conclusión muy exagerada; del mismo modo que es también una expresión falta de veracidad decir que el elector no tiene responsabilidad alguna.
Sin embargo, en nuestro medio ocurre una situación bastante peculiar. Existe una poco explicable disociación entre el ciudadano elector y los efectos de su voto. Pareciera que una vez emitido el voto, el elector se pretende eximir de responsabilidad alguna y todas las consecuencias de su decisión pasan a ser de exclusiva responsabilidad de los políticos elegidos. En otras palabras, una lavada de manos de las que Pilatos se sonrojaría vivamente.
Cuando la gestión de los políticos elegidos para desempeñar importantes cargos en la Presidencia o en el Congreso resulta ser un completo desastre, sus votantes ensayan singulares excusas para distanciarse de ellos.
Las más comunes son, en orden de importancia, que no lo conocían, que los había engañado o que no tenían otra opción dado que los partidos les habían “impuesto” a los candidatos. Las dos primeras, el desconocimiento y el engaño, no son otra cosa que una pobre disculpa ante el propio desinterés. Un candidato a un cargo electivo no surge de pronto, generalmente tiene una trayectoria personal y profesional que se debe conocer para evitar errores. El argumento del candidato impuesto es una excusa un poco más elaborada, pero no mucho más que eso, y pretende hacernos creer que en base a influencias o al dinero, o ambas, determinado partido otorga un lugar preferente a un candidato que no lo merece. En otras palabras, que el adinerado juega con ventaja injusta. La elección presidencial del año 1990 demostró que en el Perú el poder del dinero es muy relativo al momento de decidir una elección. Pocas veces se ha visto tanto apoyo financiero interviniendo en un proceso electoral de parte de la agrupación del candidato Vargas Llosa y -sin embargo- perdió ante un oponente de apellido japonés que triunfó luego de una muy modesta campaña, y con el mayoritario apoyo de las izquierdas que -por supuesto- ahora prefieren olvidar tal episodio.
El sufragio no es tan sólo un irrelevante acto cívico que sucede cada cierto número de años, no es una formalidad de la democracia, es un acto que implica una tremenda responsabilidad, la de meditar el voto y hacerlo por los mejores peruanos. Caso contrario, de optar por los peores, los incapaces, los populistas, los pillos, los sinvergüenzas, los corruptos, los violentistas o los que han purgado condena; no hay forma de exigir buenos resultados, quedando tan solo el asumir la responsabilidad por tan deficiente elección cuyos efectos perniciosos pueden durar por años. Venezuela es un clarísimo ejemplo que algunos no quieren ver.
Si tenemos al día de hoy una clase política -siempre con excepciones- que no tiene curriculum, sino prontuario, mucha es culpa nuestra. La responsabilidad es compartida. Un político es nada, si no tiene simpatizantes y adeptos. Desterremos de una vez por todas la tan peruana costumbre de decidir el voto en la cola de ingreso al centro de sufragio de acuerdo a los comentarios de las personas cercanas. Se elige con el cerebro, no con el corazón y menos con el hígado. Meditemos el voto, conozcamos el historial de los candidatos, sus logros y desatinos, leamos con detenimiento sus propuestas, determinemos si son realistas o son puro populismo ramplón como las de ese desequilibrado personaje que promete fusilamientos a diestra y siniestra; de eso depende nuestro futuro. Se conoce perfectamente cuáles planteamientos generan progreso y qué ideologías van de la mano con el incremento de la pobreza. Sólo hay que elegir bien. Lampadia