Germán Serkovic González
Para Lampadia
En cada oportunidad que la población toma conocimiento de un crimen particularmente violento e indignante, de inmediato se levantan las voces que expresan que es imprescindible establecer penas más severas, y los políticos haciendo eco de tales expresiones se apresuran en dictar normas en tal sentido. La realidad demuestra que no es necesario endurecer las sanciones, lo que hay que hacer -sencillamente- es aplicar el ordenamiento jurídico penal ya existente.
El problema no se aborda dictando más normas, tenemos suficientes y hasta sobran. Lo que hay que preguntase es por qué no se utilizan las existentes. Y es aquí donde nos encontramos con un espiral perverso de corrupción. No son pocos los casos en los que se aprecia que el delincuente, casi agarrado con las manos en la masa o en flagrancia, para usar el término jurídico, aparece a los pocos días o semanas otra vez en las calles. El escenario de impunidad que esto genera en la ciudadanía es una señal evidente de la decadencia de los órganos llamados a controlar el crimen, perseguir el delito y administrar justicia; y justifica, además, las palabras airadas de buenos policías que luego de capturar a un individuo que actúa fuera de la ley, observan -pasmados- que este se encuentra nuevamente libre por la acción -lamentablemente- de policías que se han pasado al otro lado de las normas y de fiscales y jueces incapaces o corruptos. Para apresar a un delincuente, y más teniendo en cuenta la ferocidad con la que actúan los criminales hoy en día, no es suficiente decir “caballero, está usted detenido”, por el contrario, en muchos casos el representante de la ley tiene que poner la propia vida en peligro.
Si el criminal detenido tiene dinero, influencias o es miembro de una mafia capaz de amedrentar a la justicia, lo primero que sucede es que malos policías se demoran en presentar sus informes, lo hacen mal, a destiempo y con negligencia.
Cuando no es tal el caso, fiscales venales no encuentran pruebas, acusan por minucias olvidando los delitos graves y dejan pasar el tiempo injustificadamente.
Si pese a todo el caso llega a un juez deshonesto, amparándose en el hacinamiento de los penales dicta prisiones domiciliarias que nadie cumple.
Todo lo anteriormente descrito, por supuesto, está sujeto a tarifas ascendentes. La conclusión, en el corto plazo, es tener a los delincuentes impunes, burlándose de las normas y reincidiendo sin mayores preocupaciones.
No es posible que un individuo apresado portando un arma sin licencia esté libre a los pocos meses, es inconcebible que un asesino sea capturado nuevamente dos años después de cometer su crimen, es totalmente inadmisible que un malhechor que hurta continuamente celulares o rompe las lunas de los vehículos en la misma esquina para llevarse una cartera, recobre la libertad a las horas de ser detenido.
En principio, todo delito debe conllevar una pena efectiva, no sólo los delitos cuya cuantía supere determinado monto. El argumento de la sobrepoblación en las cárceles no se sostiene. Construir un penal en lapsos relativamente breves es muy factible, hay empresas que ejecutan la obra hasta poner las llaves en manos de la autoridad responsable, y el costo es muchísimo menor al que asume la sociedad entera al contar con indeseables en las calles, que no es únicamente el monto asignado a las fuerzas del orden para controlarlos, es también lo que gastan las empresas y las personas en seguridad privada y lo que significa para el país que las inversiones no se desarrollen por el clima de inseguridad, con la pérdida de puestos de trabajo y de ingresos fiscales que esto significa. En la carrera del crimen, se empieza con delitos menores, si estos no son castigados, el malhechor simplemente va aumentando en peligrosidad.
Debió haber sido labor fundamental de la Junta Nacional de Justicia velar porque los jueces y fiscales en lo penal cumplan sus responsabilidades. Penosamente los miembros de tal institución se dedicaron a la persecución política, a hacer espíritu de cuerpo para mantener -inconstitucionalmente- en su cargo a una persona que a todas luces ya contaba con la edad necesaria para retirarse obligatoriamente y a inmiscuirse en funciones propias y privativas del Congreso. Si había expectativas iniciales en referencia a las labores de la Junta, estas han sido ampliamente defraudadas.
Se dice que el mal más grave que hoy nos aqueja es la corrupción. La afirmación tiene mucho de cierto, la corrupción es terrible y envenena con su sola cercanía. Sin embargo, nos atrevemos a decir que la impunidad es peor. Una sociedad que es consciente de la corrupción, la combate por todos los medios. Una sociedad que normaliza la impunidad, está reconociendo que el crimen sí paga, en consecuencia, sus pilares fundamentales se están socavando y se encuentra en camino del derrumbe moral y la inviabilidad. Si llegamos a ese extremo, entonces…que el último en salir apague la luz. Lampadia