GERMÁN SERKOVIC GONZÁLEZ
Abogado Laboralista
Para Lampadia
Isidro Ciriaco se encuentra extremadamente cansado, su empleador nuevamente le ha exigido que labore el sábado con lo que su jornada semanal excede con holgura las 48 horas, obviamente sin derecho al pago de horas extras.
Consuelo Sánchez está cada día más preocupada, desde que su estado de gestación se hizo evidente su empleador ha sido dolorosamente claro al decirle que no puede pagarle licencia prenatal alguna, ni hora de lactancia y que sólo laborará hasta el fin de mes. Ambos, Isidro y Consuelo se preguntan ¿Dónde están las normas laborales que deben protegerlos? ¿Existen en realidad? ¿Se aplican a todos los empleados?
Las situaciones descritas, no por ser un ejemplo de ficción, dejan de ser cruelmente reales. Es el sufrimiento de millones de informales, servidores en un sin número de empleos que laboran en la desprotección más absoluta, sin acceso a derecho ni beneficio alguno, salvo-en oportunidades- cuando su empleador tiene un excedente dinerario con el que puede mejorar sus ingresos o, aplicar en parte, las normas del derecho del trabajo.
Con cierta frecuencia se leen comentarios que parecieran considerar que entre la formalidad y la informalidad no hay mayor diferencia, salvo el incumplimiento de un requisito de forma en la contratación laboral -el ingreso en la planilla– que determina si el trabajador es considerado en una u otra categoría, pero que no conlleva mayores consecuencias. Casi como si sólo el uso del prefijo “in” fuera el elemento diferenciador de tales conceptos. Nada más lejos de la realidad. Las distancias son abismales.
Desde el inicio de la relación laboral, el derecho del trabajo teje una trama protectora sobre el empleado formal.
Ya el primer día de vigencia del contrato de trabajo se aplican normas tutelares como las que disponen obligatoriamente el derecho a una remuneración mínima o el respeto de la jornada diaria de labores, por ejemplo;
A los pocos días se tiene derecho al descanso semanal y al pago en el caso de los operarios y poco después a la retribución dineraria por la quincena.
Al mes, se genera el beneficio del dozavo de las vacaciones y la parte proporcional de la compensación por tiempo de servicios.
Al mes calendario completo laborado, el sexto de las gratificaciones.
Y, por último, a la terminación del vínculo laboral -si ésta es inmotivada- el abono de la indemnización por despido arbitrario.
La protección de la formalidad nada significa si el trabajador puede renunciar a aquella, de ahí que las normas laborales tienen la característica de indisponibles.
En el trabajo informal -y en la generalidad de los casos- poco de lo descrito anteriormente, existe. Sea que se trate de un trabajador informal de una empresa formal o el de una informal, su situación es harto desventajosa. Su labor -al margen de la legalidad y a veces en contra de ésta- no cuenta con amparo alguno, es desconocida para las normas, si bien es en muchos casos de una evidencia pasmosa, y casi siempre se limita al pago en la mano de una suma determinada.
Resulta realmente cansino abundar sobre las causas de la informalidad; trámites burocráticos interminables, una legislación impositiva complicada y prohibitiva, normas laborales onerosas, etc. El último aspecto es en extremo importante -el costo para el empleador de cumplir todas las normas y requisitos laborales que se desprenden de la contratación formal- y merece un análisis frío y detenido. En última instancia hay que tener clara la idea que hay un asunto de conveniencia y ventaja en optar por la formalidad. Si el emprendedor no tiene claro este punto o las ventajas no son evidentes, por más penalidades laborales o aspectos punitivos que las normas planteen, probablemente se sienta cómodo en la informalidad.
Complica el problema la situación que las propias normas, tanto emitidas por el congreso como las reglamentarias, sigan alegremente -con feliz populismo- generando beneficios para los empleados formales, sin comprender que lo único que están consiguiendo es dificultar el paso de la informalidad a la formalidad.
Lo último -y lo peor- que nos puede pasar es que se considere que ser un empleado formal es un privilegio a los que pocos acceden, en desmedro de una gran mayoría que sólo observa.
Hay que generar empleo formal, es un imperativo para el desarrollo, y si para eso se hace necesario revisar el vigente ordenamiento laboral, hay que acometer tal reto con responsabilidad, pero también con prontitud. Lampadia