Germán Serkovic González
Para Lampadia
En un pasado relativamente reciente, las décadas de los ochentas y noventas, nuestro país vivió tiempos muy convulsionados, se presentaron casi a la vez flagelos terribles, una inflación desbocada como consecuencia de políticas populistas e intervencionistas y, lo más desgarrador, el accionar criminal de dos grupos terroristas, Sendero Luminoso y el MRTA ambos con una ideología demencial que enfrentó a peruanos contra peruanos.
Terminar con la inflación, que golpea con crueldad a los más pobres, y vencer al terrorismo, que hace también lo propio, costó mucho, en vidas y en recursos, pero se consiguió. Los que peinan canas -y los que ya no tenemos nada que peinar- tenemos recuerdos vívidos de lo anteriormente descrito, vívidos y de horror.
Para efectos de este artículo vamos a limitarnos a las remembranzas penosas derivadas de la violencia política, que no son pocas.
Desde la incomodidad de estudiar con la luz vacilante de las velas o la pobre luminosidad de las linternas, pasando por no tener agua, la paralización de la ciudad, el caos, todo causado por las continuas voladuras de las torres de alta tensión y los consiguientes apagones, hasta ver en los noticieros los cuerpos desmembrados de campesinos que no se quisieron unir a la guerra popular, policías y militares masacrados, empresarios secuestrados y ejecutados pese al pago del rescate o liberados con graves daños sicológicos por estar encerrados durante meses en un espacio tan reducido en el que ni siquiera se podían sentar con comodidad y sin ventilación, haciéndose sus necesidades encima, en las denominadas cárceles del pueblo. Y el accionar sanguinario de los grupos extremistas fue a veces contestado con excesos, hay que decirlo. El lector se preguntará, y con toda razón, si es necesario ser tan explícito respecto a lo que sucedió en esos tiempos. Lo es, lamentablemente, lo es.
Los que fuimos jóvenes en aquellas décadas, con el tiempo formamos un hogar, tuvimos familia, nuestros hijos crecieron, y en muchos casos cuando nos preguntaban por lo vivido en esos años de horror, contestábamos evadiendo el tema o edulcorando las cosas. Probablemente es la primera reacción humana, se quiere proteger a los jóvenes ocultando los sufrimientos pasados o exponiéndolos en términos tan neutros que parecieran referirse a situaciones que no nos tocaron de cerca y que fueron de naturaleza y efectos muy puntuales.
La atroz realidad puede ser traumatizante, pero es necesario que se conozca. En todo caso éramos plenamente conscientes que esa esfera artificial de protección que construimos alrededor de nuestros hijos no duraría mucho, cuanto más, hasta su ingreso a la universidad. Y es en esa circunstancia cuando se genera el problema. La universidad es para un muchacho o muchacha, otro mundo, al que miran encandilados. Un universo diverso y fascinante, pero no exento de cantos de sirena a los que se rinden los menos avisados.
Es el mundo de los relatos y las narrativas, de pronto nos encontramos con que nuestros hijos nos preguntan sobre el conflicto armado interno -no sobre el terrorismo asesino- u opinan sobre los luchadores sociales, Abimael, Cerpa Cartollini, Polay, etc. -sin llamarlos por lo que son, criminales homicidas- o consideran que las conclusiones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación son palabra santa -sin cuestionarse sobre su conformación y su nula reconciliación, no puede haber reconciliación si el ofensor no pide perdón realmente- o, peor aún, consideran que la guerra contra Sendero y el MRTA fue una confrontación entre la izquierda radical levantada en armas contra el Estado opresor y un supuesto terrorismo de Estado, cuando lo que aconteció en realidad fue una guerra contra la sociedad, contra los peruanos de bien, al amparo de una ideología del odio y la división.
A la luz de las circunstancias actuales, endulzar la historia no fue una medida prudente, posibilita que los errores se repitan -recuérdese la elección de Castillo- hay que contarles a los jóvenes las cosas tal como sucedieron, y quien mejor para hacerlo que los padres que vivieron los acontecimientos y no tienen interés alguno en engañarlos. No se puede dejar esa labor a profesores que seguramente no presenciaron los hechos por su juventud o que siguen un programa de estudios preparado por burócratas tendenciosos o a catedráticos ideologizados a los que la historia les interesa poco y sí su revolución.
“La verdad no peca, pero incomoda”, es un dicho bastante usado. Por terrible, cruel, inhumana o salvaje que sea, hay que conocerla y hay que hacerla conocer. De lo contrario o la ocultarán o la tergiversarán los interesados, como lo han venido haciendo los simpatizantes de los grupos radicales en los últimos años y, evidentemente, con no poco éxito. Entonces ya no será la verdad, sino una versión de parte. En el argot delincuencial, el criminal siempre clama por que le dejen contar su “verdad”, no es tal, es su “versión”, no son términos sinónimos.
Cuando las tropas aliadas en las semanas finales de la segunda guerra mundial, descubrieron los campos de concentración donde se mantenía cautivas a personas en condiciones infrahumanas, quedaron tan afectados que les era imposible creer que un pueblo culto pudiera llegar a esos niveles de vesanía. Documentaron por todos los medios esa terrible realidad por temor de no ser creídos y obligaron a los residentes de los pueblos cercanos a mirar de cerca los crímenes nazis. Pese a ello, hay insensatos que actualmente dicen que el holocausto nunca existió. Y eso nos puede pasar en el Perú de hoy, desconocer la historia, es repetirla. ¿Qué tienes en contra de los terroristas? preguntaba un individuo, hoy congresista y otrora primer ministro del gobierno de Perú Libre, a una periodista que lo cuestionaba por sus simpatías senderistas, para luego añadir en el colmo de la desfachatez…son peruanos.
Volviendo al tema, la importancia de conversar con nuestros jóvenes es fundamental – sin dorar la píldora- de historia, de política, de economía, de lo que fuera. Hay temas chocantes -sin duda alguna- como el del terrorismo, que tenemos que tratar con responsabilidad y cierto tacto.
El tiempo pasado en una conversación familiar, nunca es tiempo perdido…y no necesariamente debe haber acuerdo, pero sí respeto. Lampadia