Germán Serkovic González
Para Lampadia
Entre los que se autodefinen como nacionalistas es usual creer que el concepto implica anteponer los intereses nacionales por encima de los foráneos y que tal actitud no tiene más que aspectos favorables para los conciudadanos. No es así y lo veremos más adelante.
La cabeza visible -la única en realidad y que no se caracteriza necesariamente por la profundidad de sus pensamientos, hay que decirlo- del partido cuyas siglas coinciden curiosamente con las letras de su nombre, no ha sido tímido en señalar que de llegar al poder le daría un fuerte impulso a la industria nacional, por dos vías, la de la prohibición de las importaciones o la del alza de los aranceles de tal modo que haga casi prohibitiva la adquisición de productos de manufactura extranjera.
Hay que señalar que su “nacionalismo” no se agota en cuestiones de naturaleza económica. Adicionalmente adquiere connotaciones étnicas que son muestra del racismo más cavernario, como eso de la primacía de la raza cobriza, desquiciado planteamiento que tan sólo evidencia las propias inseguridades. El color de la piel no interesa, como no interesan ni los apellidos ni el dinero; importan los valores, las capacidades, el ideal de hacer el bien.
Dejemos de lado los problemas legales -y no son pocos- que nos podrían ocasionar las políticas proteccionistas, a la luz de los tratados de libre comercio que tenemos suscritos con diversos países y centrémonos en sus consecuencias puntuales.
En nuestro medio, las protecciones a la industria no son algo novedoso. Es un partido que ya hemos jugado…y también hemos perdido. Durante la dictadura militar, en sus dos etapas, primero con Velasco y luego -aunque algo morigeradas- con Morales Bermúdez, las políticas de protección vieron su máximo esplendor. La idea, en una primera vista, parecía aceptable; restringir las importaciones para que la industria nacional se consolide, y claro que lo haría contando con un mercado cautivo en donde el consumidor no tenía muchas opciones de compra.
Como no podía ser de otra manera, las consecuencias de años de proteccionismo no se hicieron esperar. Una industria protegida, sin una real competencia, se convierte inevitablemente en cara y desfasada ante las nuevas tecnologías. En la práctica, para los industriales mercantilistas tales resultados no les interesaban mayormente, si el producto se volvía caro, ese mayor precio era trasladado al consumidor, lo mismo se podía decir si la calidad empezaba a bajar. El cliente no tenía significativas posibilidades de elección.
Tampoco había mayores alicientes para invertir en modernizar la producción, la falta de competencia extranjera no lo hacía necesario. Tal ausencia de incentivos para aplicar las tecnologías más modernas, redundaba también en una baja calificación de la mano de obra. Los trabajadores quedaban desfasados en sus capacidades por el uso de tecnología obsoleta y su productividad se veía disminuida.
El gran perjudicado, como es obvio, era el consumidor, condenado a adquirir productos de calidad mediocre, alto costo y tecnología ya superada. En un ejemplo que es muy claro, a finales de los setentas, se podía adquirir en el Perú un auto de ensamblaje nacional y de marca japonesa, al mismo precio de lo que costaba un auto alemán de gama media, en Estados Unidos. A costa de esperar -el cliente nacional- un buen tiempo y con muy pocas opciones para elegir colores y niveles de equipamiento.
La conclusión es más que evidente, lo único que logra el proteccionismo, por más que suene muy bonito eso de privilegiar la producción nacional, es favorecer a unos pocos, en desmedro de la gran mayoría de consumidores. Por supuesto que el proteccionismo tiene toda una narrativa, falsa, pero efectista. Es un asunto de conceptos, no se entiende -por parte del dizque nacionalista y de nuestra izquierda en general- que la economía libre y de abierta competencia es lo más conveniente, no sólo para el consumidor que en buena cuenta elige entre varios productos el mejor de acuerdo a sus necesidades, para el propio trabajador que debe ser permanentemente capacitado si la empresa empleadora quiere estar en capacidad de competir no sólo en el ámbito nacional sino también en el extranjero, para la empresa que tiene que ser eficiente sin salvaguardas que son un engaño y para el estado que recauda más por impuestos.
No es difícil de comprender la simpatía de las izquierdas por el gobierno militar -cuyos militantes sin ninguna objeción moral por tratarse de un gobierno nacido de un golpe de estado, se auparon en él buscando algún bien remunerado empleo público que en la actividad privada nunca hubieran conseguido– pero que en buena cuenta significó el descalabro económico y la perversión de las instituciones, y cuya lamentable herencia -luego de décadas- aún arrastramos, basta ver cuantos miles de millones de dólares se han gastado y se siguen gastando en ese pozo sin fondo llamado Petroperú, situación que en un país con tantas necesidades como el nuestro no deja de ser un crimen, que debe tener responsables.
Volviendo al personaje del partido que lleva su nombre, simplemente no conoce nuestra historia reciente y menos de teoría económica, de lo contrario no plantearía tales despropósitos. No estamos para jugarnos el futuro con aventureros o con enajenados y lo mínimo que le debemos pedir a un político es un elemental nivel de seriedad en las propuestas. Caer en los mismos errores es de tontos, votar por los tontos, también. Lampadia