Germán Serkovic González
Para Lampadia
En más de una oportunidad hemos escuchado a ciertas personas decir que la educación no puede ser un negocio. La afirmación es errónea porque parte de una generalización odiosa. El artículo 17 de la Constitución señala que la educación primaria y secundaria son obligatorias y gratuitas en las instituciones del Estado. Dice, además, que la educación universitaria es gratuita en las instituciones públicas, cuando el alumno tiene un rendimiento notable y no cuenta con los medios económicos para pagarla. Dicho esto, no hay motivo alguno para despreciar la educación en todos los niveles cuando es brindada por un ente privado. La aversión que tienen algunos -los que prefieren que todos los servicios los brinde el Estado, que por regla son deficientes y mayormente muy susceptibles a la corrupción- al lucro, no se explica. Un ente educativo privado que en una sana competencia ofrece una educación de nivel y a un precio asequible a determinado segmento poblacional es lógico que tenga ganancias. Ese no es el problema.
La situación se presenta complicada cuando los institutos educativos -y para concretar el tema vamos a referirnos a los de estudios universitarios- ofrecen una educación de muy bajo nivel, subastan los títulos, venden certificados de cursos y diplomados al mejor postor, a veces sin requerir la obligatoria asistencia y hasta sin siquiera dictarlos o, en el peor de los casos, dictan maestrías y doctorados de un vergonzoso nivel similar a los cursos de pregrado de cualquier otra universidad de prestigio. El estudiante, muchas veces bien intencionado y otras, no pocas, motivado por la obtención de “un cartón” aunque sea de muy dudosa procedencia, cae en el juego de los inescrupulosos. En ocasiones, es el propio instituto o universidad de pobre renombre quien ofrece los títulos a quienes no cuentan con las condiciones para obtenerlos, pero los usan para acceder a posiciones de poder en la administración pública. Es una forma de conseguir cierta protección ante las investigaciones. Favor con favor se paga.
Cuando el postulante a un empleo en la actividad privada, presenta sus credenciales de estudios suele enfrentarse a una desagradable experiencia cuando nota que la entidad no presta mayor importancia a los títulos, cursos, diplomados, maestrías, etc., si éstas provienen de universidades o instituciones de reducido o inexistente prestigio. Claro está que esto no significa que el postulante sea rechazado sin más, puesto que una empresa seria tomará en cuenta otros aspectos como sus conocimientos o experiencia laboral.
Panorama radicalmente opuesto es el que acontece en la actividad pública, donde en la búsqueda de una meritocracia mal entendida, para la contratación y para los ascensos en la carrera pública se privilegian los cartones que acreditan niveles de estudios y grados académicos, sin que sea de trascendencia que entidad los emita. Es un grave error cuyas consecuencias no son desdeñables y que en pocas palabras implican el crecimiento del gasto para sustentar una burocracia que es todo, menos eficiente, y quien termina sufriendo las consecuencias es el ciudadano común y corriente.
Lo anteriormente expresado ocurre en todas las reparticiones públicas, desde los ministerios hasta las superintendencias, desde el poder judicial y la fiscalía, hasta los institutos armados. En los cuadros de evaluación para acceder a un puesto público o para el ascenso, se premia al postulante que adjunta cartones por doquier, sin importar quien los haya emitido, con un puntaje adicional que en ocasiones significa postergar al capaz frente al mediano o al sinvergüenza. Hay que hacer la salvedad, en referencia al enunciado anterior, de entidades como el BCR y, en menor grado, el MEF, donde la capacidad es el criterio más valorado.
Entre los operadores de justicia, el poder judicial y el ministerio público, y de paso en la muy criticada -con toda razón- Junta Nacional de Justicia, hay que ser extremadamente cautelosos con los ascensos en base a títulos “truchos”. Hace no mucho veíamos con sorpresa como una suspendida Fiscal de la Nación fundamentaba su llegada al cargo en cursos muy sospechosos, en los cuales sus supuestos compañeros, e incluso sus profesores, decían no haberla visto nunca. La situación era en extremo grave, ya no se estaba en el campo de la criollada, sino en el del delito. Sería muy interesante iniciar una auditoría de títulos en la administración pública, con toda seguridad nos llevaríamos desagradables sorpresas.
En suma, el profesional capaz rehúye los cartones de dudosa procedencia; el mediocre los atesora. Sin la participación de los mejores cuadros en la actividad pública, no hay desarrollo posible. La Contraloría, en última instancia, tiene la palabra.