Por: Genaro Arriagada
El Mercurio de Chile, 07 de mayo de 2018
Las afirmaciones esenciales de Adam Smith eran tres. Primero, la idea de que persiguiendo sus intereses individuales, los hombres sirven al interés general. La segunda, que la distribución más justa de los bienes y servicios es el resultado del pleno funcionamiento de un mercado libre. Y la tercera, que la libre competencia es el camino de la prosperidad.
El suyo era un pensamiento optimista que reflejaba la realidad de su época. En tiempos de Adam Smith -recuerda W. Stark-, los estados feudales ya se habían disuelto y las clases del capitalismo no se formaban aún: “Nunca estuvo la sociedad más próxima al ideal de la igualdad perfecta”. Los trabajadores eran dueños de los medios de producción y la función de los empresarios consistía en adelantar las materias primas y el salario que permitían el sustento del operario hasta el término de su obra.
Las ideas de Smith no solo entusiasmaron a la burguesía, sino que cambiaron el mundo. Sin ellas, no habría habido Revolución Industrial. Bajo su inspiración surgió un nuevo orden económico que impulsó el más notable aumento de la riqueza y puso a disposición de la población una cantidad sin precedentes de bienes y servicios. Sin embargo, si eran indesmentibles sus logros en materia de prosperidad, ese nuevo orden generaba una enorme desigualdad, poniendo en duda los dos primeros supuestos que hemos enunciado al iniciar este artículo. No era claro -o lo era parcialmente- que persiguiendo sus intereses individuales los hombres sirvieran al interés general ni que la distribución más justa de los bienes y servicios resultara del libre juego del mercado.
Al interior del liberalismo se había hecho innegable una contradicción entre sus concepciones sobre la libertad y la justicia. La conciencia de esta realidad inició su división en dos corrientes que perduran hasta hoy.
Una parte siguió leal al dictado originario, sosteniendo, como lo han hecho Hayek, Friedman o Nozick, que una sociedad que anteponga a la libertad la igualdad acabará sin una ni otra. “Una sociedad que ponga en primer lugar la libertad acabará teniendo, como afortunados subproductos, mayor libertad y mayor igualdad”.
En frente surgió otra corriente del liberalismo que se hizo cargo de que, en el mundo que habían creado las ideas de Adam Smith, la plena libertad económica había conducido a fuertes choques entre los intereses individuales y el bien común, y que el mercado libre no garantizaba la justicia en el reparto de bienes y servicios. Setenta años después de que Smith escribiera su obra cumbre, John Stuart Mill publicó la suya, donde distinguió la esfera de la producción de la de distribución. “Las leyes y condiciones de la producción de la riqueza comparten el carácter de verdades físicas. En ellas no hay nada opcional ni arbitrario”. De este modo, validaba el liberalismo económico como garantía de la prosperidad. En cambio, la distribución de la riqueza era una institución donde “la humanidad puede hacer (…) lo que tenga a bien”. Si las leyes de la producción eran como la ley de la gravitación, la distribución de la riqueza era, en cambio, un problema moral. La pobreza abyecta del siglo XIX no era consecuencia de leyes físicas, sino una opción de la que la moral y la política debían hacerse cargo.
¿Era esta una corriente exótica, un exabrupto, en el pensamiento liberal?
No. Incluso, diría que es la más vigorosa y vigente. En 1943, Karl Popper, el gran filósofo liberal, llamaría la atención sobre “la paradoja de la libertad” diciendo que “la ausencia de todo control restrictivo debe conducir a una severísima coerción, ya que deja a los poderosos en libertad para esclavizar a los débiles”, y, en tal sentido, “la libertad económica ilimitada puede resultar tan injusta como la libertad física ilimitada, pudiendo llegar a ser el poderío económico casi tan peligroso como la violencia física”.
Más recientemente otro liberal, John Rawls, a quien Carlos Peña atribuye la obra más importante de filosofía política del siglo XX (“Teoría de la Justicia”), vuelve a plantear el dilema que ha desgarrado la conciencia liberal. Las libertades básicas, que son el corazón del liberalismo, pueden resultar “meramente formales” (incluso anuladas) si hay una injusta distribución de recursos materiales y oportunidades. La justicia, afirma este liberal, es la más importante virtud de todas las instituciones sociales, juicio que pone un fuerte acento en las políticas económicas y sociales, lo que es anatema para los neoliberales.
La visita de Vargas Llosa y el debate sobre su último libro debieran servir para una discusión más abierta sobre el liberalismo. En muchas sociedades, ser liberal es ser progresista, amante de la justicia social, abierto a los cambios, defensor acérrimo de la democracia y de los derechos humanos. Por el contrario, en América Latina esta corriente de pensamiento es víctima de prejuicios. Se le asocia a una acción conservadora que pone en el centro los derechos económicos de los empresarios en desmedro de la justicia social e incluso de la democracia. Es, para muchos, la ideología de los hartos. Esta visión descalificadora del liberalismo es compartida por demasiados en el mundo del humanismo cristiano, del socialismo, incluso en sus versiones socialdemócratas, lo que ha tenido un efecto nefasto, pues ha impedido que esas fuerzas se nutran no solo de la gran corriente liberal que crearon su padres fundadores, sino de pensadores posteriores y tremendamente actuales como Popper, Rawls, Dworkin, Krugman y decenas más, que son un aporte imprescindible para la renovación del pensamiento y la acción política.