Como si fuera parte del plan individual de vacunas e inmunizaciones, todo peruano que alcance la mayoría de edad debería ser obligado a leer la Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo y su reglamento. Están en Internet y son el primer resultado si se buscan con Google.
Este ejercicio, mandatorio para los nuevos ciudadanos, sería la mejor introducción al mundo de la irresponsabilidad legislativa y una oportunidad para generar anticuerpos contra el sinsentido común que nutre la peruanidad.
En efecto, una persona sana no puede revisar estas normas y al mismo tiempo recordar el objetivo nacional de reducir el empleo informal a menos que se encuentre bajo los efectos de alguna sustancia alucinógena o psicotrópica de alto octanaje.
La ley es un regalo postrero del anterior Congreso, pero el reglamento es creación heroica de este gobierno. Juntos son una fórmula imbatible para generar exclusión social y corrupción.
Ambas normas, cuyo cumplimiento está ad portas de ser exigido y fiscalizado, establecen un conjunto de obligaciones, impracticables para el común de los negocios, con el objetivo de crear un “sistema de gestión de la seguridad y salud en el trabajo”, incluida la formación de comités al interior de las empresas con más de veinte trabajadores, mapas de riesgos, capacitaciones regulares obligatorias, registros de accidentes e incidentes, investigaciones de riesgos, reportes diversos a las autoridades, entre otros requerimientos.
No se trata, dicho sea de paso, de una legislación aplicable únicamente a empresas contaminantes o al sector minero o industrial o a los constructores de edificios de gran altura. Las normas son exigibles a todas las empresas del Perú, incluidas oficinas administrativas, farmacias, bancos y peluquerías.
Tal vez en Suiza, en las centrales nucleares o en las fábricas de armas químicas puedan ser capaces de cumplir con la tercera parte de lo que se exige en estas normas, pero los transportistas de Juliaca, los comerciantes de Santiago de Chuco y los soldadores de El Agustino verán estas normas pasar como en su momento vieron al Halley cruzar el firmamento.
El presidente Humala, que firmó la ley, probablemente sin leerla, a las dos semanas de inaugurar su mandato, debe estar en la Luna en esta materia. ¿Pero habrá revisado la señora Nadine estas normas?
En el mundo informal, estas disposiciones merecerán sin duda el trato que se suele dispensar al 90% de nuestra absurda legislación laboral, es decir, el más olímpico incumplimiento. Pero dos factores de comorbilidad, como dicen los médicos, se agregan al momento presente y lo hacen especialmente peligroso para las empresas formales.
En primer lugar, el incremento exorbitante de las multas laborales, cuyos montos hoy son suficientes para cerrar un negocio, incluso uno grande que venda algunos millones de soles. Y, adicionalmente, la inminente entrada en escena de los inspectores de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil), que es el nombre de pila de la nueva Gestapo laboral.
No se entiende cómo estas normas pueden ser compatibles con el deseo del Gobierno de reducir los costos en la generación de empleos formales, como anunció el titular del MEF en la Cámara de Comercio de Lima el 17 de abril. Hablando de flexibilidad, competitividad y empleo, el ministro expresó entonces: “En este tema hay que reducir los costos de ser formales y aumentar los beneficios”. Precisamente lo contrario que estas normas aberrantes conseguirán.
Algo no cuadra en esta película. O bien el ministro Castilla forma parte del gabinete de gobierno de otro país o bien todo este rollo del impulso a las inversiones y las fotos palaciegas con los empresarios son solo un tango para entretener a la platea.