Hace algunas semanas, según reportó el diario “Gestión”, las expectativas de los empresarios industriales se encontraban al tope frente a la inminente difusión por parte del gobierno del llamado “plan industrial”. La entonces viceministra de Mype e Industria dijo en ese momento que el anuncio lo haría el presidente Humala y que ella no revelaría la cereza del pastel, pero que sí adelantaba que sería un plan que buscaba una “industrialización inclusiva”.
Salvo en economías centralmente dirigidas, no resulta para nada clara la utilidad de contar con un plan industrial y mucho menos qué pueda significar la expresión “industrialización inclusiva”.
Por el contrario, es preocupante que un sector de la economía se entusiasme con la probable intervención del Estado para procurarse condiciones, beneficios, exoneraciones o facilidades especiales y exclusivas.
La teoría del sector industrial estratégico tiene larga data. El sustento conceptual en el que se ampara suele invocar el menor uso relativo de capital, la capacidad de generar empleo, la contribución a la internacionalización en un mundo “globalizado”, su efectividad para erradicar pobreza y, en general, su aporte a fines nobles de diversa especie.
Lo cierto es que, con esa misma lógica y argumentos, prácticamente todos los sectores y actividades económicas son igualmente estratégicos.
Cada uno a su manera, el comercio, la minería, la educación, la agricultura, el transporte, las tecnologías de la información, las ciencias médicas o el turismo son también decisivos, únicos, irreemplazables y generadores de desarrollo.
Para ser consecuentes, entonces, al plan industrial debería seguir el plan turismo y luego el plan agricultura y así sucesivamente.
En efecto, ¿por qué tendría el Estado que facilitar una mayor industrialización que la que se lograría de manera no dirigida y no un mayor desarrollo de las telecomunicaciones o el comercio?
Por otro lado, uno repasa los objetivos que supuestamente persigue el plan industrial y cae en la cuenta de que en su gran mayoría son aspiraciones estrictamente privadas; es decir, que no resulta indispensable que las procure el Estado.
Cosas como el repetido “eslabonamiento” de la pequeña y gran empresa, la innovación tecnológica, la conquista de nuevos mercados, y la descentralización productiva son todas actividades que los empresarios privados pueden o no hacer en función de sus intereses y con su propio dinero, sin esperar a que sean solventadas por todos los contribuyentes.
¿Por qué tendría el Estado que subsidiar de alguna forma la instalación de una fábrica privada en una ciudad determinada que de otra manera nunca se hubiera construido porque no era viable?
Por ello, en lugar de un plan específico, los industriales deberían apoyar iniciativas generales que contribuyan al desarrollo de todos los sectores de la actividad económica. Un plan empresarial, en todo caso, y no un plan industrial que suena a bolero de la época de oro de la sustitución de importaciones.
Un plan empresarial semejante debería centrarse, por ejemplo, en exigir al Estado la mayor celeridad posible para concesionar obras de infraestructura (energía, caminos, saneamiento) que permitan el desarrollo de las empresas en general; y demandar también la eliminación de buena parte de los trámites, regulaciones, permisos, inspecciones, etc. con los cuales el Estado restringe o mata la iniciativa privada.
Sería muy deseable que el gremio empresarial que reúne a los más destacados industriales del país pusiera sus mejores esfuerzos no en conseguir condiciones especiales para sus miembros, sino en construir el entorno institucional más propicio para el desarrollo general de la libre empresa en el Perú.
Publicado en El Comercio, 26 de julio del 2013