La semana pasada la Policía Nacional presentó a los miembros de una banda denominada la Cruz de Piura, en homenaje a su cabecilla, Dennis Cruz. Aunque muchos se enfocaron en un réferi que integraba la gavilla, lo más significativo es que hay diez policías en actividad involucrados directamente con la pandilla, incluyendo a dos mayores que habían ocupado cargos importantes y seguían ahora actuando en otros puestos en la dirección territorial.
La Cruz de Piura se dedicaba sobre todo al lucrativo negocio de la extorsión, que siempre va acompañado por violencia y homicidios. Se les atribuye seis asesinatos, pero probablemente sean más.
Hace poco, fue detenido el coronel jefe de la región policial de Chiclayo junto con otros ocho policías que trabajaban con la mayor organización delictiva de la localidad, el Nuevo Clan del Norte.
Estas capturas se han logrado por la acción de unidades especializadas de la policía de Lima actuando junto con fiscales ad hoc.
El asunto es que la participación de policías en actividad, incluyendo oficiales de alto rango, en bandas importantes y peligrosas, se ha extendido en la institución. Las recientes capturas muestran solo la punta del iceberg de un problema gravísimo: la corrupción policial ha alcanzado un nuevo nivel y ahora es dificilísimo desarraigarla.
Era previsible que sucediera esto, como se ha advertido en esta columna desde hace tiempo. Si no hay una enérgica y sostenida política anticorrupción de parte de los gobiernos, inevitablemente se llega a una situación como la actual.
Hay varios tipos de corrupción en la policía. El robo de gasolina es generalizado y se considera normal. Causa un daño enorme, pues si los vehículos policiales no circulan es porque no tienen combustible. El robo de medicinas de la sanidad policial –millones cada año– es también habitual y perjudica –y desmoraliza– a los propios policías.
Las coimas pequeñas por infracciones de tránsito son usuales y a nadie sorprenden ya. Pero hay sobornos más grandes para hacerse de la vista gorda, encubrir o limpiar delitos de todo tipo. Hace pocos días detuvieron a un comandante, jefe de la comisaría de El Agustino, cobrando cinco mil soles a un ciudadano –que fue el denunciante– para borrarle un supuesto delito. Esa modalidad está ampliamente extendida y afecta a inocentes y culpables.
Es poco conocido el número de policías que son propietarios –muchas veces a través de testaferros– de negocios dudosos, como discotecas y bares, en provincias y en los conos de Lima. El hecho de ser policías y tener redes de protección los cubre cuando se denuncia, por ejemplo, la trata de personas que se practica en esos lugares.
Las coimas en compras y licitaciones es, por supuesto, otra fuente importantísima de ingresos ilegales y la mayoría de las veces poco conocida. Involucra no solo a policías sino a funcionarios civiles del Ministerio del Interior, como por ejemplo la escandalosa sobrevaluación de binoculares y visores nocturnos que se frustró gracias a la denuncia de El Comercio. (El ministro del Interior ha desaparecido y hasta ahora no da una explicación veraz del asunto ni de las medidas que ha tomado).
Todas estas modalidades de corrupción –y otras más– se arrastran de tiempo atrás y han ido creciendo sin que exista una enérgica política anticorrupción de parte de los gobiernos. El asunto es que si se permite que esto avance, el siguiente nivel es que el crimen organizado penetra en la policía. Es decir, policías, a todo nivel, se convierten en parte integrante de las bandas y usan su poder no solo para permitir que esas gavillas actúen, sino que participan activamente en los delitos.
Antes eran hechos aislados, algún suboficial u oficial de baja graduación. Ahora, como muestran los casos de Piura y Chiclayo, son oficiales de alto rango y muchos subalternos. Y esto, repito, es solo una pequeña parte.
Este es el problema principal de la Policía Nacional, y no “más patrulleros” o “más efectivos”, como dice el gobierno.
En síntesis, la inseguridad es el problema principal que señalan los ciudadanos, según todas las encuestas. Y la delincuencia está creciendo no porque el Perú sea más próspero ahora, sino porque el Estado no tiene una política eficaz de seguridad ciudadana. Específicamente, la Policía Nacional es impotente para combatir el delito porque está carcomida por la corrupción, desacreditada ante la población y ahora penetrada por el crimen organizado.
Publicado en El Comercio, 16 de de febrero de 2014.