La elección de autoridades es un derecho de los ciudadanos. Así lo reconoce la Constitución (artículo 2, inciso 17). Se trata de los derechos fundamentales de la persona.
El derecho a elegir autoridades es a su vez consistente con otros derechos fundamentales. Por ejemplo, la libertad personal, así como las libertades de conciencia, de opinión y de expresión y la de reserva sobre convicciones políticas. Todas ellas consagran la libertad de la persona.
Tener un derecho no equivale a ejercerlo. Tengo derecho a trabajar, pero la ley no me obliga a hacerlo. Tengo derecho al libre tránsito, pero la ley no puede obligarme a salir a correr por las calles como Forrest Gump.
En relación con la elección de autoridades, sin embargo, la legislación nos obliga a ejercer el derecho de votación. La ley supone que nuestra elección solo puede ser una: ejercer el voto.
Una elección de una sola opción, obviamente, no es elección. Si no hay elección, no hay derecho.
Somos adultos y ciudadanos completos cuando elegimos si vamos o no a estudiar, si trabajamos o no, si caminamos o no por las calles. No somos adultos y ciudadanos completos cuando se trata de elegir a las autoridades.
La ley dice: “Si decides no ejercer tu derecho, te multamos”. La ley, además, es discriminatoria, porque crea mayor obligación al que menos dinero tiene.
Si tienes dinero, pagas y no votas. Si no tienes dinero…, ¡anda nomás a votar!
El voto debe ser libre, absolutamente libre, por una razón moral. Cada persona debe tener la facultad de elegir si ejerce o no su derecho a votar.
La ley y la propia Constitución, sin embargo, son contradictorias al respecto. El voto, dice la misma Constitución, “es personal, igual, libre, secreto y obligatorio…”.
¿Libre y obligatorio al mismo tiempo? Nadie debe imponerme cómo votar; pero ¿puede alguien imponerme votar?
Es más seria la intromisión en el fundamento del derecho que aquella en el ejercicio del derecho. La base del ejercicio del derecho es el derecho mismo.
La libertad de decidir si uso o no mi derecho es la raíz moral de este. Arrancada esa libertad de raíz, ¿cómo puedo tomar en serio el ejercicio de esa obligación?
¡No estamos preparados!, se dirá. ¡Caeríamos en manos de los partidos organizados! ¡Los terroristas se organizan mejor y ellos arrasarían en las elecciones!
No estaremos preparados para ser libres si no somos libres. La organización no es garantía de triunfo, sino la motivación.
Con autoridades como las que tenemos ahora hay menos motivación. ¡Pero ellas son el resultado de la obligatoriedad!
El argumento detrás de esta posición es: el peruano es tonto, flojo e irresponsable. Mejor, lo obligamos a ir a votar. Y mejor, obligamos más a los más pobres, porque ellos son más tontos.
El trasfondo de esta posición es inaceptable.
Habrá una mejor elección cuando seamos libres. El voto libre no vendrá de un decreto o una reforma gubernativa. Vendrá de un proceso de adaptación y aprendizaje.
El punto inicial para el cambio es reconocer que tenemos el derecho, no la obligación, de elegir a nuestras autoridades. A partir de ahí, todo puede cambiar. Sobre todo, la calidad de los resultados.