Fausto Salinas Lovón
Desde su surgimiento en 1971 en plena dictadura velasquista, el Instituto Nacional de Cultura tuvo una impronta estatista e intervencionista. Predicó que el Patrimonio Cultural de la Nación es del Estado, de la Nación y un bien público, desconociendo incluso las propias Convenciones Unesco que el mismo hacía firmar al Estado Peruano en 1970 y 1972 sobre bienes culturales muebles e inmuebles, que reconocen a nivel internacional la propiedad privada sobre estos bienes, independientemente de su condición cultural.
Divinizó la Ley Tello de 1929, que hablaba por primera vez de la propiedad estatal de los bienes arqueológicos, no obstante que contradecía la Constitución de 1920 y todas las 14 constituciones del Perú, ninguna de las cuales establece la propiedad estatal de los bienes culturales.
Se apropió de gran cantidad de bienes privados inmueble so pretexto de que son integrantes del Patrimonio Cultural de la Nación (v.g. Convento de Santo Domingo del Cusco de propiedad de la Orden Dominicana; Choquequirao de propiedad de la Cooperativa Agrícola Ganadera Alto Salcantay; Chan Chan, en gran medida de propiedad de los herederos Gildemeister y de otros ciudadanos trujillanos, Machu Picchu de las familias Abrill y Zavaleta, entre otros casos), dando con ello ejemplo de que el Estado puede confiscar bienes por esta causa, privar a sus dueños del uso y disfrute de los mismos y financiar con el ingreso de estos bienes a una frondosa burocracia cultural que se agasaja mutuamente con viajes, congresos, publicaciones, coloquios y demás granjerías tan codiciadas en el mundo académico.
Vigente ya el texto de la Constitución de 1993, cuya nitidez al establecer que la condición de patrimonio cultural es independiente de la propiedad pública o privada del bien, impulsó una Ley manifiestamente inconstitucional, la Ley 28296, de Patrimonio Cultural de la Nación, cuyo artículo 6 declara la propiedad estatal de los bienes arqueológicos, en contra de lo que señala el propio texto constitucional. Para este despropósito naturalmente contribuyó la burocracia cultural, que se jactó de haber recibido este obsequio de manos del Congreso presidido por el Doctor Henry Pease.
Como podía entonces esta misma burocracia, con esta misma prédica, con estos antecedentes y con más de 40 años de adoctrinamiento estatista en libros, calles, coloquios, plazas, instituciones, juzgados, fiscalías y predios académicos, pretender que de la noche a la mañana se acepte undecreto como el 1198 que habla de ”gestión privada” de bienes culturales? No recuerda acaso esta burocracia estatal que la palabra “privado” fue convertida en mala palabra por ellos mismos?
Acaso el Ministerio de Cultura pensó que bajo su nueva denominación y el nuevo look de una fresca y carismática ministra se podían dejar de lado más de 4 décadas de adoctrinamiento intervencionista que volvía lo privado en anatema?
Acaso pensó que un Congreso débil, fragmentado y sin norte como el nuestro podría hacer una reflexión de fondo sobre este tema y no quedarse en los lugares comunes del patrioterismo cultural de aparente beneficio electoral?
Se equivocó.
El Ministerio de Cultura tomo de su propia medicina y se ahogó. Lo curioso es que al hacerlo dió oxigeno a un elenco de mediocres políticos locales y nacionales. A los primeros por permitirles explotar esa predica estatista para soliviantar a masas enardecidas en el Cusco que saben protestar contra todo aunque no entiendan por qué y consiguieron con ello disimular pobres y cuestionadas gestiones locales y regionales. A los segundos, al darles la opción de hacer gala de populismo legislativo de cara a las elecciones de abril próximo.
Después de la derogatoria del Decreto Legislativo 1198 claro que es necesario empezar a impulsar la gestión y la propiedad privada de bienes culturales, como es necesario hablar de gestión y propiedad privada de todos los bienes y medios de producción. Sin embargo, para hacer esto en el plano cultural, debemos dejar de lado el viejo jarabe que ha empleado la autoridad cultural durante toda su existencia y empezar a predicar conforme a la Constitución y a los instrumentos internacionales, no conforme a las ucronías que postulan sus caducas asesoras. Solo así el Ministerio de Cultura podrá dejar de tomar de su propia medicina y podremos salvar huacas, sitios, ruinas y demás bienes culturales que sin el apoyo privado desaparecerán para siempre.