Lima, 2 de abril del 2066. El INEI ha publicado el informe “Desarrollo en el Perú 2055-2065”. Los resultados son alentadores. El promedio de vida siguió aumentando en este período y alcanzó los 120 años. Asimismo, al igual que en la década pasada, menos del 0,5% de la población se encuentra bajo la línea de pobreza. El PBI per cápita superó los US$110.000. Además, la cobertura de agua, electricidad e Internet sigue en 100%. Y ese mismo porcentaje de la población hoy cuenta con seguro médico y fondo de jubilación.
Suena espectacular ese futuro, ¿cierto? Qué increíble será cuando prácticamente no exista pobreza y todos accedan a servicios que para muchos hoy son un impagable lujo.
Diera la impresión de que el Perú podría ir por ese camino: el crecimiento de la última década ha reducido la pobreza a la mitad y esta sigue bajando (aunque podría hacerlo más rápido si creciéramos más).
Ahora, supongamos que el ficticio reporte tuviese un anexo: “Condiciones de vida del 0,1% de peruanos más ricos”. En él se describe que la mayoría en este grupo decidió, al igual que los multimillonarios de otras latitudes, pagar el elevado precio de vivir en un satélite en el que la calidad de vida es aun mucho mejor que en la Tierra (más o menos como en la película “Elysium”, pero sin miseria en el planeta). Ahí, la vida puede extenderse hasta los 180 años, el PBI per cápita es de US$250.000 y todos tienen lujos más allá de nuestra imaginación. ¿Esta desigualdad convertiría en indeseable ese futuro?
Para algunas personas ciertamente sí, pues lo que les importa es qué tanta desigualdad existe y no qué tanto se reduce la miseria. Un ejemplo es Thomas Piketty, autor del libro que trae tan excitada a la intelectualidad de izquierda: “El capital en el siglo XXI”. Piketty explica cómo ha aumentado la desigualdad principalmente en países desarrollados (a diferencia de lo que sucede en el Perú), predice que esta tendencia continuará y sugiere medidas para revertirla, como un impuesto progresivo cuya máxima tasa llegue a 80% y un impuesto mundial a la riqueza.
A Piketty, sin embargo, parece no importarle el efecto que traerían sus propuestas igualitarias. Concretamente, que si el premio a la inversión se reduce a punta de tributos, es esperable que las inversiones también se reduzcan. Y con ellas, el crecimiento y el ritmo con el que mejora la calidad de vida de todos.
Miremos el asunto desde otro ángulo. Hace algunos siglos ni siquiera los más ricos tenían acceso a la prosperidad de la que goza hoy un hombre común en un país desarrollado. El rey Felipe el Hermoso, por ejemplo, murió a los 28 años de una simple fiebre y ni siquiera en sus sueños más alocados habría tenido el acceso a las comodidades, movilidad, comunicaciones e información a las que hoy accede alguien de ingresos medios. Si se demostrase que en esa época la distancia entre ricos y pobres era menor que la actual, ¿hubiera preferido Piketty nacer en ella?
Esta, por supuesto, no es solo una discusión académica. Hace poco escuchamos nuevamente a los Heredia-Humala declarar que necesitamos reducir la desigualdad. Si, en cambio, su preocupación central fuese aumentar la prosperidad, quizá no desperdiciarían tantos esfuerzos en discutibles y populistas programas sociales que generan dependencia. Y, así, se podrían enfocar en generar mayor crecimiento que reduciría la pobreza aun más.
El año pasado Heredia declaró que la desigualdad en el Perú tiene “rostro de mujer indígena, iletrada y rural”. Se equivocó. Ese es el rostro de la pobreza, no el de la desigualdad. Y si no entiende la diferencia, es natural que no elija las mejores políticas públicas. Si me preguntan a mí, prefiero un sistema donde la mayoría mejore, aunque unos lo hagan más rápido que el resto, a otro en el que todos nos retrasamos con la finalidad de estar más parejos.