Tras una década de reformas pendientes y crecimiento impulsado por el buen precio de los commodities , las economías emergentes se empeñan ahora en anunciar medidas con el propósito de atraer la inversión extranjera. Chile no es la excepción. Recientemente el Gobierno presentó un proyecto con este fin. La primera decisión, parte de la reforma tributaria, fue derogar el DL600; este, de acuerdo con la iniciativa ahora presentada, sería reemplazado por una nueva institucionalidad, que incluye una Agencia de Inversión Extranjera, apoyada por un consejo de ministros y un consejo asesor. La invariabilidad tributaria, uno de los atractivos centrales del DL600, terminará en 2020.
En teoría, el proyecto parece bien encaminado. Una agencia tendría un rol proactivo en atraer inversiones, enmarcada en una institucionalidad más fuerte, como es un consejo de ministros. También en teoría, el fin de la invariabilidad tributaria no debería ser un problema; de hecho, el ministro ha argumentado que ya Chile ofrece suficiente estabilidad a los inversionistas. Pero, ¿es posible afirmar eso en el escenario actual, cuando se plantean reformas estructurales que prometen cambiar el modelo que ha logrado hacer del país uno de los principales polos de atracción de inversiones (en relación con su tamaño) en la región?
Más aún, la estrategia que plantea el Gobierno llama la atención cuando se la compara con la que están siguiendo otros países emergentes. Perú, principal competidor en el área minera, anunció una baja del impuesto a las empresas y la reducción de trabas burocráticas. México decidió abrir al capital privado su industria energética, además de realizar reformas estructurales en educación, salud y, más recientemente, en su manejo fiscal. India anunció una reducción de la participación del Estado en su industria minera y su apertura al capital privado en el sector financiero, además de reformas para facilitar las fusiones y adquisiciones de empresas, y beneficios a quienes inviertan en tecnología. Indonesia implementó beneficios tributarios para las inversiones en sectores estratégicos, y esta semana inauguró el «servicio integrado de inversiones», permitiendo a las empresas obtener todos los permisos necesarios en una sola oficina de rango ministerial. En Malasia, el Programa de Transformación Económica lanzado en 2010 busca cambiar al país, abriendo la economía al capital privado, que se hará cargo de más del 90% de las inversiones necesarias en diferentes industrias, a cambio de beneficios tributarios. Incluso Brasil, tras años de un modelo basado en un mayor rol estatal, se ve obligado ahora a reducir el gasto público, recortar subsidios y volver a apostar por el sector privado, ante la recesión que acecha a su economía.
En un escenario en que los inversionistas aparecen más atraídos por las promesas de crecimiento de las economías desarrolladas, la competencia entre los emergentes es dura. Sus gobiernos parecen apostar más o menos por las mismas medidas: abrir las grandes industrias al capital privado, eliminar trabas burocráticas, controlar el gasto público y ordenar las cuentas para recuperar la confianza de los inversionistas, reducir impuestos u ofrecer beneficios tributarios. Pero en Chile, a pesar del discurso oficial de la tan anhelada alianza público-privada, las empresas acusan un sesgo contra el sector por parte de la coalición oficialista y en el planteamiento de las reformas del Gobierno; el gasto público llegó el año pasado a su mayor nivel en 25 años; la reforma tributaria elevó los impuestos a las empresas, y la derogación del DL600 y de la invariabilidad tributaria crea una fuente más de incertidumbre.
La creación de una agencia activa en buscar la inversión extranjera es valorada por las empresas, incluyendo las multinacionales. Pero no es esa su prioridad, sino factores como la seguridad, una menor judicialización, la reducción de trabas burocráticas y un compromiso de la autoridad de apoyar los proyectos de inversión. Otros países emergentes han escuchado el mensaje.