Editorial El Mercurio, 18 de Abril de 2017
Con el empeño personal de la propia Presidenta Bachelet, el Ejecutivo logró revertir en la sala de la Cámara el rechazo de la comisión de Educación la semana pasada a la idea de legislar sobre su proyecto de reforma a la educación superior.
Sin embargo, el derrotero que ha seguido el proyecto, una de las reformas emblemáticas del Gobierno, es quizás la mejor prueba del costo que tiene el imperio de los eslóganes -en una materia con espacio para cuestionamientos plenamente válidos- en la actividad legislativa y en el diseño de las políticas públicas.
La rápida masificación de la educación superior en las dos últimas décadas vino acompañada de un problema de calidad agravado por un insuficiente sistema de aseguramiento de la misma. Simultáneamente, las ayudas estudiantiles no crecieron a la par de la multiplicación de su matrícula y ellas no siempre aliviaban bien las cargas financieras para las familias o los futuros egresados. Pero las consignas iban mucho más allá y no hay proyecto razonable que pueda satisfacerlas. Además, la iniciativa presentada en julio de 2016 y la indicación sustitutiva ingresada hace pocos días para reemplazar el texto original no resuelven los problemas de ese sector educacional y, por el contrario, crean otros.
De ahí la debilidad de los argumentos para defender el proyecto y para aprobar su idea de legislar, donde parece haber primado el motivo de impedir el fracaso del Gobierno y la expectativa de los compromisos arrancados en la dura negociación de las horas previas.
Así, por ejemplo, en aseguramiento de calidad la indicación sustitutiva es muy inadecuada. Si bien se enmienda el error que convertía el sistema de aseguramiento de la calidad en un servicio público, manteniendo la idea de agencia, se insiste en una diferencia por años, quizás como resultado de obligar a todas las universidades a acreditarse en investigación. Ambos son criterios equivocados. En un sistema masivo, la exigencia de investigación encarece el acceso para todas las familias o egresados (que no reciban gratuidad), más todavía cuando el Estado no asegura en la propuesta recursos para investigación. Tampoco el aspecto financiero de las instituciones está bien resuelto, pese a las situaciones de déficit que ha generado la actual política de gratuidad, y hay una clara incomprensión de la importancia y necesidades de desarrollo de la educación técnico-profesional.
Incorpora en la indicación un capítulo que consagra al Consejo de Rectores como organismo asesor, algo que es propio de una época donde había solo ocho universidades y un sistema de escaso acceso a la educación superior. ¿Qué sentido tiene esta consagración, ahora que este organismo representa apenas un cuarto de la matrícula de educación superior? Además, como ha demostrado la discusión de este proyecto de ley, actúa más como grupo de interés que como instancia asesora. La mantención del sistema de admisiones en la nueva Subsecretaría de Educación Superior es otro error, pues convierte la elección de instrumentos de admisión en un asunto político. La futura superintendencia, que quizás es la dimensión mejor lograda del proyecto de ley, también presenta deficiencias que, a partir de la discusión que se ha generado en torno a este proyecto, son difíciles de comprender.
Por último, los trascendidos respecto de las disposiciones que incluiría un proyecto complementario de universidades estatales no son alentadores. Más flexibilidad en su gestión puede ser positiva, pero sin el acompañamiento de formas de gobierno universitario más independiente -en esto se retrocedería respecto del proyecto original-, ese cambio se torna menos auspicioso.
En suma, hay pocas razones para pensar que este proyecto pueda ser positivo para la educación superior del país y no es claro que los tiempos legislativos permitan llevar adelante la reflexión profunda y la construcción de los consensos que se requieren para abordar los desafíos de ese sector.