Por: Editorial El Comercio
El Comercio, 12 de junio de 2018
Ayer, alrededor de las 11 de la mañana, la base militar de Mazángaro, ubicada en el Vraem, fue sorprendida por una lluvia de disparos. Según la policía, el ataque habría sido realizado por terroristas que sirven al narcotráfico y dejó, cuando menos, seis militares heridos (uno de ellos de gravedad). No es la primera vez que esta base es atacada (ya habían disparado contra ella en el 2015), ni tampoco es este el único atentado en su tipo que se registra en menos de una semana.
Como se sabe, el último jueves, cuatro policías de la comisaría de Anco (Huancavelica) fueron asesinados cuando se trasladaban en un vehículo por el sector de Huajoto, zona aledaña al Vraem. En el trayecto de retorno a su comisaría, cerca del centro poblado de Palca, un grupo de terroristas activó una carga de explosivos enterrada en la carretera Anco-Churcampa y luego acribilló a la patrulla en la que se transportaban los suboficiales Matencio Gutiérrez, Cisneros Candia, Manuelo Landeo y Casas Llanco.
Mientras se determina quiénes fueron los responsables de estos atentados contra las fuerzas del orden y cuál habría sido el móvil, creemos en este Diario que vale la pena reflexionar sobre algunos aspectos vinculados con el terrorismo.
Es importante evitar entrar a debates sobre la nomenclatura que le corresponde a este tipo de ataques: se trata finalmente de terrorismo. Algunos especialistas como Pedro Yaranga han señalado que la emboscada de la semana pasada tuvo por objetivo sustraer el armamento de los policías y que los perpetradores pertenecerían al clan de los hermanos Quispe Palomino, que operan en alianza con los narcotraficantes del Vraem; mientras que el ministro del Interior, Mauro Medina, sostuvo que la acción habría sido encomendada por narcotraficantes “para neutralizar el accionar de la comisaría de Anco en el control de este delito”.
Pero el prefijo de ‘narco’, de confirmarse dichas hipótesis, no debe hacer perder de vista la esencia de la conducta criminal que aquí comentamos. Una en la que se actuó contra la vida de agentes del orden, mediante el uso de explosivos, provocando zozobra en un sector de la población. Es decir, la conducta típica descrita por la ley que penaliza el terrorismo.
Que el narcotráfico y el terrorismo se encuentren estrechamente vinculados tampoco debería ser motivo de sorpresa a estas alturas. Esta relación data de los años 80 cuando los terroristas de Sendero Luminoso empezaron a adentrarse en la selva peruana y a obtener financiamiento de las mafias productoras y comercializadoras de cocaína.
La presencia del terrorismo en la zona del Vraem es de tan larga data que parece un sofisma aludir a las actuales gavillas criminales como ‘remanentes del terrorismo’. Solo en los últimos dos años, 24 agentes del orden han perdido la vida como consecuencia de atentados terroristas en el Vraem o en zonas adyacentes. Y si bien el Estado ha asestado fuertes golpes al terrorismo en los últimos años (incluyendo la captura de ‘Artemio’, el abatimiento de ‘Alipio’ y ‘Gabriel’, entre otros), desarticulado a algunas células, incautado dinero, armas y municiones, y recuperado algunas zonas anteriormente declaradas en emergencia, los reiterados atentados nos recuerdan cada cierto tiempo que esos ‘remanentes’ se comportan más bien como residentes en una zona indómita desde hace casi 30 años.
Los constantes ataques terroristas en el Vraem deberían encontrar, por su entraña criminal y su vesania, una respuesta uniforme y frontal de todos los que creemos en la democracia. Genera consternación, sin embargo, que nuestras fuerzas políticas ni siquiera muestren una posición unívoca al respecto y que, más bien, tanto derecha como izquierda utilicen el tema del terrorismo como herramienta política para descalificar y cargar contra sus adversarios. Al fin y al cabo, este debiera ser una batalla que luchemos todos los peruanos.