El viernes pasado, se produjo un momento de zozobra en torno al proyecto minero Tía María, valorado en US$1.400 millones. Por la mañana, el director de Relaciones Institucionales de Southern Perú, Julio Morriberón, anunció su cancelación y el retiro total de la inversión de esa empresa en la región Arequipa. Horas más tarde, sin embargo, la misma empresa emitió un comunicado en el que rectificaba el anuncio y señalaba que haría todos los esfuerzos necesarios para sacar el proyecto adelante.
La explicación precisa de lo que ocasionó tal contradicción todavía está pendiente, pero las reacciones que la presunta cancelación produjo merecen una reflexión porque expresan un modo bastante difundido de entender la resistencia a los emprendimientos mineros.
El argumento que el viernes afloró inmediatamente en boca de los opositores al proyecto fue, una vez más, el de la ausencia de una ‘licencia social’ para su desarrollo. Lo dijo, por ejemplo, el congresista de Dignidad y Democracia Justiniano Apaza. Y lo recordó también el movimiento Tierra y Libertad, que lidera el ex sacerdote Marco Arana.
“El proyecto minero Tía María carece de licencia social. Ha sido rechazado ya por la ciudadanía de la provincia de Islay que se manifestó masivamente por el NO en un referéndum sobre la viabilidad del proyecto convocado por las autoridades municipales, a lo cual se han sumado tres años de masivas movilizaciones, paros, acciones legales realizadas por las organizaciones de productores agrarios y defensores ambientales del valle del Tambo”, sentenció.
Y en realidad, como anotábamos anteriormente, el argumento en cuestión ha aparecido antes en los conflictos suscitados alrededor de los proyectos de Espinar, Cañaris y Conga –por mencionar solo los más conocidos–, por lo que resulta pertinente preguntarse por el sentido exacto de la expresión.
Una ‘licencia’, según el diccionario de la Real Academia Española es un “permiso para hacer algo” o el documento en el que este consta. Se obtienen así licencias para conducir o para el ejercicio de determinadas profesiones, que suponen el cumplimiento de requisitos muy específicos y acotados.
Cuando se habla de ‘licencia social’, sin embargo, el terreno de lo exigible se torna vasto e impreciso. En el contexto específico de los proyectos mineros, la expresión parecería aludir a una conformidad de la sociedad que vive alrededor del lugar en el que estos piensan desarrollarse, y cuyos límites nunca son definidos. No queda claro, para empezar, quiénes tienen derecho a opinar y quiénes no. ¿Se debe manifestar solo el distrito concernido, o tal vez deba tener voz toda la provincia? ¿Y por qué no la región completa?
Por otra parte, no se sabe tampoco en qué materias tal opinión resulta relevante. ¿Lo será únicamente en asuntos de medio ambiente o quizás haya que incluir también consideraciones relativas al empleo o las obras que los inversionistas del proyecto puedan ofrecer a los lugareños?
Es precisamente para evitar, entre otras cosas, todas esas ambigüedades y arbitrariedades que existe una ‘licencia’ a secas, que se tramita frente a la autoridad elegida por quienes componen la comunidad a la que el proyecto afectará directa e indirectamente –esto es, la provincia, la región, el país– y que plantea una serie de exigencias, extensa pero finita.
La ‘licencia social’, en cambio, es aquello que los que la invocan deseen. ¿Por qué se consideran, por ejemplo, ciertas asonadas locales como una negación de la misma y se desdeñan las manifestaciones de otro signo como una concesión del permiso requerido?
Concretamente, ¿por qué no constituyó el otorgamiento de ‘licencia social’ el voto, en el 2012, de la comunidad campesina San Juan de Cañaris a favor del proyecto Cañarico, en Lambayeque? ¿O la aprobación del estudio de impacto ambiental por parte de las 32 comunidades del área de influencia del proyecto Conga? ¿O la marcha pacífica de enero de este año emprendida por los pobladores de Islay en apoyo del proyecto Tía María y otras inversiones?
Y los ejemplos podrían seguir, pero la respuesta es solo una: sencillamente, porque los enemigos ideológicos del desarrollo minero en el país han tomado el concepto de ‘licencia social’ –ni más ni menos que como toman una carretera o el local de una entidad estatal– para imponer su voluntad al resto de los peruanos y avanzar su ficha política gracias a la preservación de su bolsón electoral de pobreza.