Por: Editorial El Comercio
31 de mayo de 2020
Apenas un par de meses atrás, hacia finales de marzo, se debatía si los efectos de la cuarentena serían suficientes como para realmente empujar a la economía peruana hacia una contracción del PBI anual. En la encuesta mensual de expectativas del BCR del 30 de marzo, por ejemplo, el sistema financiero y las empresas no financieras aún esperaban una expansión del producto de entre 1% y 2,1% para este año.
Nueve semanas después, el panorama es totalmente distinto. Las duras medidas de distanciamiento social obligatorio y la paralización formal de la actividad productiva de los últimos meses, unidas a la incertidumbre de la velocidad de la recuperación futura, han hundido la economía. Según señaló ayer este Diario, el Instituto Peruano de Economía (IPE) estima la contracción para el presente año en hasta 15,8%. Otras instituciones tienen proyecciones con caídas incluso más profundas. BBVA Research pone el escenario pesimista en 20% de reducción del PBI anual.
Huelga decir que no hay paralelos en la historia reciente para una recesión de estas dimensiones. Cambios de estas magnitudes suponen diferencias ya no solo cuantitativas, sino cualitativas al momento de evaluar impactos y respuestas a la crisis. Al margen del análisis sobre la justificación y la efectividad de las políticas de salud para prevenir contagios y muertes en el país, es claro que, llegado este punto, el Gobierno tiene la obligación de activar un plan económico de emergencia más ambicioso, realista y cohesionado de lo que se ha anunciado hasta ahora. El momento es crítico y lo que está en juego es nada menos que lo avanzado por millones de familias peruanas con décadas de paciencia y esfuerzo. Lo que se haga o deje de hacer en las próximas semanas muy posiblemente marcará el derrotero de la economía nacional por los siguientes años o incluso décadas.
Pero estas no son premisas de urgencia que parezcan ser plenamente compartidas por las autoridades. Tanto el Ejecutivo como el Congreso han encontrado una dinámica de complacencia. Desde el primero, los constantes alargamientos de la cuarentena son matizados con una confusa referencia al inicio de ciertas actividades económicas, la entrega de bonos a familias vulnerables que nunca se terminan de dar, y uno que otro desliz populista –incremento de impuestos para los que más tienen, amenazas de controles de precios diversos, interferencias en mercados sensibles como educación o energía, y varios más–. El libreto no es muy distinto de cuando las expectativas económicas eran radicalmente diferentes, y eso es preocupante. Desde el Congreso, los legisladores se han mostrado prestos a embarcarse en cualquier proyecto de ley o votación parlamentaria que sientan vaya acorde con los sentimientos populares, al margen de su razonabilidad o sus consecuencias de mediano plazo. En esos roles ambos poderes del Estado parecen sentirse cómodos.
Si el Gobierno quiere tomarse en serio la reactivación, el primer paso es comunicar honestamente la gravedad de la situación. En paralelo, la confianza en el sector privado es fundamental. No solo porque las empresas son las que generan el trabajo, los productos y el ingreso que las familias requieren, sino porque también generan los impuestos que necesitará el Gobierno para financiar cualquier ambicioso plan de inversión pública.
Nada de esto puede esperar. Nuevas actualizaciones a las proyecciones de crecimiento solo traerán más correcciones a la baja si el rumbo no se enmienda antes de que sea demasiado tarde. Las empresas que se vean forzadas a cerrar sus puertas y liquidar sus activos no resucitarán milagrosamente cuando las restricciones se levanten; permanecerán cerradas, llevándose millones de empleos irrecuperables en el camino. De la última crisis nacional profunda –la de finales de los años ochenta–, el Perú logró salir en parte gracias a un relativo consenso a favor de la iniciativa privada: esa lección no puede pasarse hoy por alto.