Es esencialmente por el crecimiento que hoy somos menos pobres y menos desiguales.
El presidente Humala ha afirmado que el Gobierno ha aumentado en 50% el gasto social en estos últimos dos años y medio a fin de reducir la desigualdad e “incluir para crecer”; precisando que este gasto social, desde la creación del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social, se da como una “política social” integral, en lugar de estar constituido por una serie de programas sociales sueltos. El supuesto implícito en su pensamiento parecería ser que el crecimiento económico que hemos tenido no ha sido inclusivo, sino que más bien habría aumentado la desigualdad, por lo que ahora habría que revertir esa tendencia con más y mejores programas sociales.
El problema con este supuesto, sin embargo, es que es contradicho por las cifras. Por ejemplo, los informes “Panorama Social” producidos por la Cepal muestran que la desigualdad viene cayendo en el Perú desde la década pasada. Y las cifras oficiales del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) sobre la evolución de la pobreza del 2009 al 2013 señalan, más específicamente, que la reducción de la desigualdad no ha tenido ninguna aceleración como efecto del enorme aumento en el gasto social producido bajo el actual gobierno. Dato que es corroborado por el coeficiente de Gini (el medidor internacional de desigualdad más respetado), el mismo que, de hecho, muestra una mucho mayor reducción de la desigualdad entre el 2009 y el 2010 que entre el 2011 y el 2013. En la misma línea de lo anterior, está un estudio de Gustavo Yamada y otros economistas que afirma que el 75% de la reducción de la desigualdad sucedida entre el 2002 y el 2013 se debe al aumento habido en los ingresos salariales.
Por otro lado, parece haber consenso entre los economistas en que la espectacular caída de la pobreza sucedida en el Perú desde el 2004 hasta hoy (del 58,7% de la población al 23,9%) se ha debido en su enorme mayoría al crecimiento y no a algún tipo de transferencia, incluyendo, desde luego, a las que suponen los programas sociales. Así, por ejemplo, esta misma semana Richard Webb ha sostenido en estas páginas que el 80% del aumento habido en los ingresos rurales se debería directamente al crecimiento, mientras que Juan Mendoza, de la Universidad del Pacífico, ha afirmado que el crecimiento es responsable por el 85% de la reducción de la pobreza.
Como lo que tendría que importar es la pobreza más que la desigualdad (el mismo Webb, hablando sobre el fenómeno de migración del campo abierto a los pequeños pueblos lo ha puesto elocuentemente: “La gente no emigra por desigualdad, emigra por pobreza”), solo estos últimos datos debieran bastar para que el Gobierno deduzca que donde debe concentrar sus mayores esfuerzos es en liberar al crecimiento de todos los obstáculos que hoy la ralentizan, más que en seguir haciendo crecer programas redistributivos. Pero el hecho es que las cifras que comenzamos viendo de desigualdad muestran que el Gobierno tendría que llegar a la misma conclusión aun cuando ponga el acento en esta.
Dicho de otra forma, cada dólar que se invierte en infraestructura o en eliminar las trabas y regulaciones que vienen desacelerando la inversión privada parecen ayudar mucho más a los pobres a salir de la pobreza (y al país a ser menos desigual) que cada dólar en que se aumenta los presupuestos de los programas sociales asistencialistas.
Lo anterior, aún sin tomar en cuenta que la manera en que uno sale de la pobreza por efecto de las transferencias de, digamos, el programa Juntos, es sustancialmente diferente de la manera en la que uno sale de la pobreza porque, por ejemplo, ya tiene acceso a una conexión eléctrica que le permita iniciar una cadena de frío para conservar lo que produce y a un buen camino que le permita luego conectarlo con una mayor demanda. En la primera forma, uno está fuera de la pobreza solo en cuanto y en tanto la voluntad estatal quiera y pueda seguirle manteniendo ahí con sus transferencias; en la segunda, el mango de la sartén del bienestar está mucho más en las manos de la persona que lo ha alcanzado.
En suma, tanto el Gobierno que quiere ayudar a los pobres a salir de una manera real de su condición actual, como el que quiere reducir la desigualdad, debería tener una prioridad frente a aquellos: darles crecimiento.