J. Eduardo Ponce Vivanco
Embajador ®, ex Vice Canciller de la República
Para Lampadia
El infantil igualitarismo de nuestra democracia permite que cualquier ciudadano sea candidato a cualquier cargo de responsabilidad. Desde el modesto regidor de un municipio provinciano hasta el presidente de la Nación.
Sin embargo, haber optado por esa concepción democrática exige que seamos conscientes de la responsabilidad de votar por los mejores candidatos. No por los peores. Si nuestro sistema constitucional permite que un ciudadano aspire a un cargo público sin preparación alguna es vital que seamos conscientes de los riesgos que comporta elegir mal.
A poco más de un año de la gestión de Castillo deberíamos haber aprendido que el principal peligro de nuestro sistema es entregar la responsabilidad de administrar el Perú a quien no está capacitado para esa función, condenando al país a una gestión caótica y a las funestas consecuencias que tiene para todos.
La democracia fue pensada por los griegos como el gobierno de los mejores, asumiendo que el ciudadano elegiría a los más capacitados y sagaces. No pensaron que los menos preparados o los probablemente deshonestos serían ungidos por el voto para entregarles la administración de los asuntos públicos. El derecho a elegir y a ser elegido suponía que la colectividad preferiría las virtudes y la buena preparación de quienes estuvieran dispuestos a servirla.
La democracia liberó a la sociedad del lastre de la monarquía y de la condena de ser gobernados por dinastías que heredan el mando en virtud de la sangre y la sucesión familiar de una casta en la que no importa la calidad de las personas ni su vocación de servicio.
En el otro extremo, el llamado factor identitario: “no voto por el mejor sino por quien es como yo” es una cruel distorsión de la democracia y se acerca más a la esencia de la monarquía o la aristocracia que privilegian la sangre y desplazan al razonable criterio de elegir al ciudadano más capacitado para delegarle la función de gobernar para servir a la colectividad.
Hay excepciones, por cierto. Una de las más notables inspiró el artículo que escribí para El Comercio cuando se inauguró la presidencia de nuestro mandatario:
“Benito Juárez: inspiración para Pedro Castillo”, con una breve semblanza del famoso presidente mexicano, “un indígena zapoteca nacido en 1806 en la sierra de Oaxaca. Huérfano a los tres años, pastor hasta que cumplió doce y analfabeto hasta esa edad, en que escapó a la ciudad para evitar el castigo por haber perdido una oveja. Desde entonces no hizo más que crecer, a pesar de su pequeña estatura (1.37 m). Seminarista por necesidad y luego abogado, aprendió latín, inglés y francés. Ascendió en la magistratura judicial y entró a la política a los 33 años hasta llegar a la presidencia durante cinco períodos: quince años de plena democracia y rectitud. Soportó la prolongada invasión del Imperio de Napoleón III (…) y un quinquenio de beligerancia por la guerra que le declaró Francia por la deuda impaga. Pero forjó una república consolidada y prestigiosa, con un legado que es el gran orgullo de México” (28/7/2021).
Juárez nunca se victimizó en virtud de su condición indígena y su origen rural. Su vida fue un ejemplo de superación constante y de entrega en beneficio de su país, al que transformó para bien, inspirado por la frase que labró: “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.
Repito esas frases quince meses después de la posesión de Castillo, cuando tenemos un país que se desmorona y que inspira críticas y titulares extranjeros que desprestigian al Perú y a los peruanos, que no supieron elegir al presidente que merece la Nación. Un presidente que lidere la gestión gubernamental eficiente y honesta que el país reclama con urgencia. Lampadia