Por: Eduardo Ponce Vivanco
El Comercio, 14 de febrero del 2024
“El círculo virtuoso de la buena vecindad venció a la funesta dinámica de un viejo conflicto”.
El abolengo histórico del Perú y su gravitación geopolítica despertaron las ambiciones de Simón Bolívar que envenenaron las relaciones entre varios vecinos sudamericanos. El Libertador dejó Caracas para fundar la Gran Colombia, absorbiendo los territorios de Venezuela, Colombia, la Audiencia de Quito, Guayaquil y Panamá. Un paso hacia el objetivo de dominar el centro neurálgico del imperio andino que pretendía gobernar desde Lima.
Sus desmesurados designios contrastaron con la sencillez de San Martín, libertador de Argentina, Chile y el Perú. Temiendo que su presencia en Lima interfiriera con sus planes panandinos, Bolívar lo invitó a la famosa reunión secreta de Guayaquil en la que lo convenció de regresar a Buenos Aires para facilitar su proyecto de integración.
Los designios bolivarianos determinaron la diplomacia y alimentaron las guerras que signaron el futuro de las relaciones con nuestros vecinos, y con países como Argentina y Venezuela, que también gravitan en la geopolítica peruana. En esa conflictiva trama de repúblicas juveniles era considerable el peso de los actores extrarregionales que les vendían armas para defender su independencia o combatir entre vecinos. Ecuador y Chile protagonizaron guerras y enfrentamientos cruentos con el Perú. Las discordias con Colombia y Bolivia fueron menores y diferentes en cada caso.
Cuando la vecindad territorial es dominada por factores negativos, las enemistades entre naciones suelen buscar entendimientos en perjuicio del rival común. Es una dinámica que solo se rompe con habilidad diplomática y jurídica para conjugar factores de interés compartido, como los que, paradójicamente, se cultivaron con Ecuador y Chile a raíz del conflicto del Cenepa.
Hasta el acuerdo global con Ecuador, era una tradición que, al acercarse el aniversario del Protocolo de Río de Janeiro en los meses de enero, nuestro vecino provocara incidentes o enfrentamientos para recordar el “problema territorial” con el Perú, causado por su renuencia a terminar la demarcación de la frontera delimitada en el Protocolo de Río de Janeiro de 1942.
En el enfrentamiento del Cenepa, nuestras FF.AA. se sorprendieron por la construcción y equipamiento de tres bases ecuatorianas en nuestro territorio, pero no informaron a la cancillería hasta mediados de enero de 1995. Solo entonces pudimos preparar una estrategia diplomática y convocar a los garantes del Protocolo de Río de Janeiro para denunciar la flagrante violación del tratado de límites y organizar acciones conjuntas para evitar un conflicto que derivara en acciones bélicas de magnitud incontrolable.
Después de las infatigables negociaciones que me tocó conducir en Río de Janeiro y Brasilia durante tres semanas, el 17 de febrero de 1995 firmamos la Declaración de Paz de Itamaraty. En ella acordamos una intrincada separación de fuerzas, que requirió la asistencia operacional del Comando Sur de EE.UU.; el establecimiento de una extensa zona desmilitarizada bajo la administración de la Misión de Observadores Militares de los países garantes (Momep); un acta de los garantes formalizando su compromiso de participar activamente durante todo el proceso que, cuatro años después, culminó con el Acuerdo Global que consta en el Acta de Brasilia, suscrita por los entonces presidentes Alberto Fujimori y Jamil Mahuad, cerrando el proceso de paz que puso fin a nuestro bicentenario conflicto con Ecuador.
En el caso del Cenepa, optamos por no repetir lo que hicimos para superar el enfrentamiento de Paquisha, llevándolo al foro de la OEA, sino tratarlo en el marco de los países beligerantes y los garantes del protocolo. Así construimos los cimientos del proceso que culminó cuatro años después.
Los garantes organizaron la misión de observadores militares (Momep), que administró impecablemente la zona desmilitarizada pactada en Itamaraty. Sin ella no habríamos podido cumplir cabalmente lo pactado en la Declaración de Paz de febrero de 1995. Como negociador de ese crucial acuerdo forjado en Río de Janeiro y Brasilia, observé directamente la meritoria actuación de Chile, que fue el primer garante que envió un observador a la zona desmilitarizada, cuya operatividad en el terreno era vital para continuar el proceso hasta terminar la demarcación de la frontera delimitada en el Protocolo de 1942 y congelada desde entonces.
El estricto cumplimiento de lo acordado en la Declaración de Itamaraty fue un triunfo diplomático que revirtió los rencores históricos de Ecuador, abriendo las puertas de la confianza entre los casi bicentenarios rivales. Así se demostró con el retiro de nuestra reserva al Tratado Interamericano de Soluciones Pacíficas (llamado Pacto de Bogotá) con el objetivo de evitar que Quito forzara un arbitraje o nos demandara ante la Corte Internacional de Justicia en La Haya.
Es obvio que la reserva nos habría impedido invocar ese tratado para demandar a Chile en la Corte Internacional de Justicia, logrando la sentencia que delimitó la frontera marítima bilateral que nos otorgó una vasta zona de mar y sentó un valioso antecedente para convenir la frontera marítima con Ecuador mediante el acuerdo suscrito en mayo del 2011.
La moraleja de esta historia es que el círculo virtuoso de la buena vecindad venció a la funesta dinámica de un viejo conflicto.