Lo que empieza mal difícilmente terminará bien. Después de casi 12 años de regionalización, hoy vemos los resultados de la improvisación que tuvo este proceso y sus consecuencias para la gobernabilidad en un país unitario.
Breve historia. En julio del 2002 la Ley de Bases de la Descentralización desarrolló lo que la Constitución prevé, regulando la estructura y organización del Estado en sus diferentes niveles de gobierno (nacional, regional y local). Cuatro meses después, el 16 de noviembre se promulgó la Ley Orgánica de Gobiernos Regionales; y, al día siguiente, fueron las elecciones de presidentes regionales. A un día de haberse publicado la ley, ¿conocían los candidatos las funciones y responsabilidades del cargo que tentaban? Definitivamente, no y pareció no importarles. Desde el inicio hubo motivaciones distintas a administrar bien su región, y la ley no les puso límites, probablemente porque ya existían pactos con caudillos regionales. A los electores no nos quedó otra posibilidad que votar por alguien sin saber qué funciones cumpliría. Así nació.
El proceso apuntaba también a descentralizar el país constituyendo macrorregiones para asignar competencias y transferir recursos más eficientemente. Así, en octubre del 2005, se realizó un referéndum para que la población se pronunciara sobre ellas. La gran mayoría de peruanos dijo “no” a la constitución de macrorregiones. Fracasó.
Ese resultado fue atribuido a la poca información sobre la propuesta; y a la campaña por el “no” de distintos presidentes regionales, que no querían perder el feudo que habían obtenido. Otro factor determinante fue el debilitamiento de los partidos políticos, que dio paso a cientos de movimientos regionales hechos a la medida de personajes locales “conocidos” e impulsados por ansias de poder y distintas agendas personales.
A propósito de las denuncias contra dos presidentes regionales de considerable alcance mediático, llegó el momento de analizar rigurosamente la autonomía presupuestal y administrativa que se les dio a los gobiernos regionales, y reformar los mecanismos de control de la gestión para permitir, si es necesario, vacar a la autoridad regional y no llegar al límite en que sea la policía la que deba arrestarla. A los presidentes regionales podría vacarlos su consejo, pero muchas veces sus “amigotes” eligen protegerlos y enquistarse en el cargo con la reelección indefinida. Manejan con autonomía su presupuesto y nada mejor que contar con dinero ajeno para invertirlo en una reelección.
Los casos de Cajamarca y Áncash son de mucha preocupación. La primera está sumergida en la pobreza, por el rechazo a la inversión que hicieron su actual presidente y sus socios, a base de motivos políticos y no a un sustento técnico; mientras que la segunda es hoy un foco del crimen organizado.
Aunque hay regiones administradas de manera totalmente diferente a Cajamarca y Áncash, y cuyo trabajo permite más bienestar para su población, no cabe duda de que algo malo está pasando en las demás. Esto se lo debemos a un proceso de regionalización improvisado y desordenado, que no generó las capacidades técnicas mínimas en los funcionarios, y en el que de un día al otro se les dijo a los departamentos: “Ahora son regiones y este es su presupuesto”, con lo que se retrasó la descentralización, el objetivo real de esta regionalización.