Diego Macera
El Comercio, 25 de marzo del 2025
“Ningún país debe habituarse a que sus gobernantes suspendan el orden legal simplemente porque es más conveniente para ellos hacerlo”.
Ningún orden institucional, por más sólido y predecible que parezca, puede ser totalmente inmune a las personas a cargo de tomar decisiones. Los contrapesos, la separación de poderes, la Constitución, todas las reglas del mundo nunca serán suficientes para frenar del todo a personas poderosas con agenda propia. “Las elecciones tienen consecuencias” ha devenido en un refrán popular. Dicho de otra manera, en todos los sistemas siempre hay espacio para cierta discrecionalidad de las máximas autoridades, y el orden democrático presupone que este margen de libertad para el gobernante se usará responsablemente, sin excesos ni abusos.
Por supuesto, este no siempre es el caso, y una ruta alterna especialmente atractiva para gobernantes incómodos con el corsé de las normas tradicionales es la invocación a una “situación de emergencia”. Los jefes de Estado suelen tener –por buenos motivos históricos– un gran espacio de discrecionalidad para interpretar qué es, exactamente, una coyuntura extrema que amerita saltarse el orden legal estándar. Es un poder enorme, y que presupone mesura o autorregulación de parte del Ejecutivo, además de buena fe.
Generalmente, las disposiciones de emergencia pueden ser luego revisadas por las cortes o el Legislativo, pero sus decisiones podrían tomar demasiado tiempo y, en consecuencia, carecer de importancia real para una situación pasada.
Estos poderes extraordinarios, por ejemplo, son los que han permitido que la administración de Donald Trump, en EE.UU., imponga aranceles a diestra y siniestra con rapidez, como si no fuese esa una prerrogativa del Congreso de EE.UU. Su justificación legal es que el ingreso de inmigrantes ilegales y de droga a EE.UU. califica dentro de lo que una ley de poderes de emergencia de 1977 circunscribe a “una amenaza inusual y extraordinaria”. Es, por supuesto, un salto legal con garrocha y propulsores argüir que algo que ha venido sucediendo desde hace décadas es ahora inusual y extraordinario. La ley en cuestión ni siquiera menciona la imposición de aranceles como parte de los poderes adicionales al presidente. Razonamientos similares, “de emergencia”, se han usado para deportaciones, intervenciones en los mercados de energía y minería, entre otros temas.
A nivel local, y de forma más circunspecta, la presidenta Dina Boluarte ha echado mano también de los poderes del cargo para declarar su sexto estado de emergencia por inseguridad ciudadana. A pesar de que la evidencia de su efectividad es muy limitada, el gobierno insiste con suspender garantías constitucionales a cambio de muy poco. Asimismo, en años anteriores, el Ejecutivo ha usado y abusado de los decretos de urgencia –que requieren, por definición, de circunstancias imprevistas– para solventar gastos que eran perfectamente predecibles, como deudas con docentes y subsidios a combustibles. Esta práctica pone en riesgo el equilibrio fiscal al pasar por encima, alegremente, del presupuesto público aprobado por ley.
La justificación del gobierno, en todos los casos, es que se trata de un contexto extraordinario, y que el Ejecutivo simplemente está reaccionando antes de que sea muy tarde. Nadie discute que en ocasiones estos poderes son más que necesarios –en un desastre natural, en un ataque terrorista, o en una pandemia, por ejemplo–, pero ningún país debe habituarse a que sus gobernantes suspendan el orden legal simplemente porque es más conveniente para ellos hacerlo en ese momento. Esa ruta sabemos bien a dónde conduce.