Por: Diego Macera
El Comercio, 23 de abril del 2024
“Es imposible pensar en mejores resultados sin más personas competentes y honestas dispuestas a hacer política de verdad; el resto es secundario”.
Ciudadanos, trabajadores, estudiantes, empresarios, periodistas. En todos se encuentra más o menos la misma sensación: las elecciones del 2026 son las más temidas de, por lo menos, los últimos 30 años. A diferencia de ocasiones anteriores, esta vez no hizo falta ninguna encuesta con candidatos perturbadores a la cabeza para inocular incertidumbre. Tampoco hizo falta acercarse a la fecha inevitable (la preocupación viene, por lo menos, desde el 2023, tres años antes, todo un récord). El evidente deterioro del sistema político es suficiente.
Más de uno, por ello, ha decidido aportar su granito de arena desde sus espacios. Y todo aporte es bienvenido para llegar con mejor pie al 2026. Los políticos mejor intencionados, no muchos, tratan de buscar la manera de ordenar la cancha frente a lo que podrían ser casi tres docenas de candidatos presidenciales y unos 5.000 aspirantes a ambas cámaras del Congreso. Los más optimistas hablan del fortalecimiento de los partidos políticos –una aspiración noble pero poco realista en el corto plazo si la referencia son los partidos políticos como los entendíamos el siglo pasado (cual ilusión de alquimia, ninguna ley ni JNE puede darles vida orgánica a vientres artificiales)–. Los más técnicos hablan de pasar a distritos electorales binominales o, por lo menos, más pequeños que los actuales, y cambiar, nuevamente, las reglas del financiamiento de partidos. Los más prácticos hablan de prohibir –vía reforma constitucional– las candidaturas de aquellos condenados por delitos graves.
Todo eso está muy bien. El asunto es complejo y tiene que abordarse desde diferentes ángulos. Pero el problema medular en realidad podría hallarse en otro lado. Es realmente imposible pensar en mejores resultados sin más personas competentes y honestas dispuestas a hacer política, política de verdad. El resto es secundario. Podemos tener las mejores reglas electorales que garanticen excelente representatividad, partidos grandes que funcionan cual reloj, financiamiento partidario generoso, etc. Servirá de poco si quienes aspiran a una curul, a un gobierno regional o a una alcaldía no tienen las intenciones o las habilidades para ejercer el cargo. El resto del funcionamiento del Estado se decanta de los resultados anteriores. Y aplica también a la inversa: reglas políticas poco adecuadas serían mucho menos dañinas si quienes ostentan el poder hicieran un buen uso de él.
El riesgo es que, al obsesionarnos con el proceso electoral o con los envases partidarios, perdamos de vista la importancia vital de la materia prima: las propias personas. No se trata aquí de buscar héroes externos que de pronto llegan a la presidencia. Personas muy competentes en otros campos profesionales pueden ser profundamente incompetentes como políticos. Y, de hecho, el marasmo de los partidos políticos de las últimas décadas explica que hoy tampoco haya una cantera relevante de actores políticos jóvenes pero preparados para hacer su debut en las grandes ligas nacionales. Las excepciones son mínimas para lo que requiere un Estado de las dimensiones del peruano.
De lo que sí se trata es de animar desde distintos espacios a más personas honestas –de todas las edades– a comprarse el pleito, a tener la disciplina necesaria para hacer vida de partido político, a colaborar con ideas y trabajo, y quizás, eventualmente, a tentar un cargo. Se están abriendo nuevos espacios políticos para ello. Viejos espacios tampoco pueden descartarse. Hay gente valiosa en ambos.
Dicho de otro modo, ninguna democracia sobrevive si no logra que aunque sea una porción de sus mejores ciudadanos quiera participar de la vida política directa. Eso se ha dejado de lado, y ninguna modificación de la ley de partidos políticos lo solucionará.