Por: Diego Macera
El Comercio, 7 de mayo del 2024
“El eventual tránsito desde el inocente cambio hacia el desorden o la destrucción institucional no es siempre necesario, inmediato ni obvio”.
Hace dos días, Richard Webb publicó en estas páginas –a propósito de la edición por el aniversario 185 de este Diario– un interesante artículo en el que identifica una suerte de demanda por inestabilidad como fuente de muchos de nuestros problemas actuales. Vale la pena intentar construir sobre algunas de sus ideas, pues explicarían una buena parte de lo que ha venido sucediendo.
La lógica es la siguiente. Por presión popular, los políticos están en constante búsqueda de cambios. Nadie gana elecciones diciendo que hará todo lo posible para que las cosas se mantengan más o menos igual. En el extremo, se está frente a “un sistema político que define el éxito casi como sinónimo de cambio continuo de las leyes y los reglamentos, además de la creación de nuevas instituciones públicas”, escribe Webb. La estabilidad, en otras palabras, sería un fracaso político.
Surgen algunas preguntas naturales a esta reflexión. La primera es en qué medida se trata de un fenómeno reciente y local o si es, más bien, una característica elemental de cualquier sistema democrático. Las promesas de cambio son, sin duda, moneda corriente de cualquier campaña política. Están en el nombre de los propios partidos (Cambio 90, Peruanos por el Kambio, Cambio Democrático), en sus lemas (Barack Obama en el 2008: “Cambio en el que podemos creer”), y son la esencia de casi todas sus promesas. Pero el eventual tránsito desde el inocente cambio hacia el desorden o la destrucción institucional no es siempre necesario, inmediato ni obvio. Son justamente tiempos como los actuales –con tasas de crecimiento económico bajas, hartazgo político y pérdida de optimismo sobre el futuro del país– los que incuban el tipo de demanda por cambios desestabilizadores.
La segunda pregunta es: ¿cambios de qué? Hablar de “cambiarlo todo” es un facilismo poco serio. Lo realmente difícil es diferenciar aquellos espacios que sí requieren un cambio (a veces uno radical) de aquellos en los que la estabilidad es la mejor alternativa, a pesar de que esta se parezca demasiado en ocasiones a la pasividad o a la resignación y, por lo tanto, sea presa fácil de políticos populistas. El principal error en este diagnóstico es confundir la foto con la película. Al 2019, por ejemplo, algunos políticos hablaban del fracaso de un modelo económico que tenía al 20% de la población en situación de pobreza. Esa era la foto. La película contaba más bien la historia de una reducción progresiva desde una tasa del 58,7% en el 2004. La película de los últimos cinco años, por su lado, sí cuenta una historia que demanda serias modificaciones. La preocupación es que los cambios se hagan sobre los cimientos que permitieron crear prosperidad inclusiva en años anteriores, y no sobre los cambios realmente necesarios en la gestión pública.
Finalmente, hay otra faceta de esta demanda excesiva por cambios: la dificultad para aceptar los períodos completos de las autoridades elegidas. Aquí no se le exige ya cambio al político, se exige cambio de político. Poco importa si esto es parte de las reglas o no, si lo que vendría después podría ser mejor o peor, o el precedente que se sienta. Lo que importa es el cambio por el cambio.
Nada de esto, por supuesto, es gratuito. Las necesidades urgentes existen. Los políticos impresentables también. Y la palabra “paciencia” nunca ha aparecido en ningún eslogan de campaña. Pero cualquier democracia madura exige que los horizontes deban trascender la volatilidad del año a año. Y si no nos acostumbramos a eso, partiremos siempre desde cero.