Diego Macera
El Comercio, 8 de abril del 2025
“Lo que tenemos aquí es un episodio repetido de protecciones indiscriminadas que benefician a pocos a costa de muchos”.
La imposición de aranceles globales de parte de la administración de EE.UU. podrá ser sorprendente por su escala y profundidad, pero los argumentos utilizados para justificarlos difícilmente son nuevos. A pesar de que la mayoría de los “padres fundadores” de EE.UU. veía el libre comercio con optimismo (quizá con la notable excepción de Alexander Hamilton), nunca han faltado en su historia quienes aluden al supuesto trato injusto que reciben de otras naciones, a la necesidad de proteger la producción local y a la posibilidad de financiar el gasto público con aranceles en vez de Impuesto a la Renta. Lo mismo que hoy.
Uno de los más famosos proponentes del proteccionismo histórico, el senador Henry Clay, usó parte de esos argumentos hace 200 años para lograr que el arancel promedio de EE.UU. escalara hasta cerca del 60% en 1830. Tomó luego casi 30 años reducirlo hasta algo menos del 20% hacia 1860, en línea con posiciones gradualmente más favorables al libre comercio en Canadá e Inglaterra. Después, la guerra civil de EE.UU. posibilitó a los proteccionistas tomar nuevamente la delantera –mismos argumentos de siempre, ahora con adicionales de seguridad nacional–. Pero el fin de la guerra no fue el fin de la política de barreras. El lobby manufacturero y agrícola para bloquear la competencia externa prevaleció por casi 50 años hasta que, poco antes de la Primera Guerra Mundial, la Enmienda 16 de la Constitución estadounidense posibilitó que el naciente Impuesto a la Renta federal sustituyese a los aranceles como fuente central de recaudación.
La etapa de aranceles bajos duraría menos de una década. Industriales y agrícolas con poco apetito por competencia volverían a la carga en 1922 con los aranceles Fordney–McCumber (una economía que sale de una guerra tan grande necesita una ayudita del Estado, dirían), y luego de nuevo en 1930 con la famosa ley Smoot–Hawley. Apelando directamente a Clay, 100 años antes, el congresista Hamilton Fish dijo en 1929 que “la cuestión es simplemente si prefieres conservar el mercado interno y proteger a los trabajadores estadounidenses o dejar que los productos del trabajo extranjero mal pagado destruyan el mercado interno para el productor estadounidense”. ¿Suena conocido?
Porque las leyes de la economía y los incentivos humanos son los mismos hoy que hace 200 años, de cada uno de estos episodios históricos se extraen exactamente las mismas lecciones en EE.UU., en el Perú y en cualquier parte. Los aranceles indiscriminados incrementan los precios a los consumidores, reducen sus opciones de compra, motivan aranceles de respuesta en otros países –dañando a los exportadores–, cortan la innovación y la productividad local, y son un caldo de cultivo ideal para la corrupción –productores locales pagarían mucho por subirlos, productores internacionales pagarían mucho por bajarlos, y en el medio hay un político o burócrata que puede hacer o desaparecer millones con un pequeño cambio de tasa o excepción tributaria–.
Si los recientes “aranceles recíprocos” de EE.UU. hubiesen sido, realmente, recíprocos –es decir, con cuidado detallado de a qué país se le impone cuánto a qué productos y por qué–, otra sería la historia. Lo que tenemos aquí, más bien, es un episodio repetido de protecciones indiscriminadas que benefician a pocos a costa de muchos, con un toque de palanca de negociación política al medio. La película es repetida. Pero ojalá esta vez sí sea una bastante corta.