Por qué la desigualdad de ingresos sí puede ser un problema
Los que me conocen o han leído algunos de mis posts saben que no soy partidario de las grandes intervenciones estatales a lo Robin Hood: quitarle a los ricos para darle a los pobres. Que en el debate entre igualdad y libertad me alineo siempre más hacia el lado de la segunda. Que en parte estudio mi posgrado en la Universidad de Chicago porque por aquí pasaron o se formaron los más grandes referentes del liberalismo económico, gente como Friedrich Hayek o Milton Friedman.
Dicho esto, quiero confesar que en el debate de moda respecto de si debería ser un problema o no que el tan mentado 1% superior tenga más del 15% de la riqueza tengo sensaciones encontradas.
¿Es la desigualdad un problema ético?
Desde un punto de vista moral, personalmente no creo que sea un problema que existan personas muy ricas que concentren buena parte de la riqueza, ni me molesta que alguien gaste US$2,000 en un par de zapatos o US$10,000 en una cena con amigos. En esencia, para mí la desigualdad pura y dura nunca ha sido ni debería ser un asunto por resolver. Manteniendo todo lo demás constante, preferiré siempre una sociedad donde los pobres no sean tan pobres y los ricos sean escandalosamente ricos a una sociedad en que los pobres sean muy pobres y los “ricos” tengan ingresos medios. La pobreza es un problema ético en sí mismo, la desigualdad no. La idea de que la segunda es la causa de la primera no es estrictamente cierta pero sí suele tentar a personas muy inteligentes a conclusiones muy equivocadas.
¿Es la desigualdad un problema económico?
Sin embargo, desde un punto de vista práctico o de eficiencia, la historia del 1% no es tan clara. La mayoría de liberales –entre los que normalmente me cuento yo– coinciden en que la desigualdad no propone un problema moral y que, además, es deseable que exista en cierto grado. Sin la posibilidad de desigualdad –va el argumento liberal–, ¿qué motivación tienen las personas para esforzarse cada vez más si de todos modos van a conseguir los mismo resultados? La desigualdad, además, es hasta cierto punto un reflejo de la libertad económica, que a su vez se suele traducir en mejores condiciones de vida para pobres y ricos. Como señala Enrique Pasquel –con quien generalmente coincido– en este artículo, las sociedades más libres en términos económicos son generalmente las más prósperas. Hasta ahí todo bien.
No obstante, de todo ello no se infiere necesariamente que no hay problema de eficiencia alguno con que un porcentaje muy reducido de la población concentre buena cantidad de los recursos. Lo que los argumentos de derecha y liberales pasan muchas veces por alto cuando se discute la concentración de ingresos –entre ellos el de Enrique– es que la desigualdad extrema suele tener consecuencias prácticas que sí afectan la eficiencia de la economía y perjudican a todos. Es decir, aún si uno se encuentra a la derecha de Margaret Thatcher y de Robert Nozick, pueden existir razones de peso a favor de cierta redistribución.
El eficiente placer de dar
Existen, hasta donde entiendo, cuatro motivos principales por los cuales plantear políticas públicas que reduzcan la desigualdad extrema tiene sentido económico.
Un primer motivo para reducir la inequidad basado en eficiencia es que desigualdades muy pronunciadas pueden crear justificaciones para implementar políticas públicas aún más perjudiciales. Richard Posner, profesor de la Universidad de Chicago y el académico legal más citado del siglo XX según The Journal of Legal Studies, comenta que en democracias la desigualdad extrema puede venir acompañada de medidas proteccionistas, mercantilistas, que aumentan la rigidez del mercado y disminuyen la competitividad. En el Perú, el incremento del sueldo mínimo a S/.750 en mayo del 2012 y el impuesto a las “sobre-ganancias” mineras como parte de una campaña política contra la desigualdad son excelentes ejemplos de este mecanismo nocivo en acción.
Un segundo motivo para reducir la desigualdad sin recurrir a argumentos morales es que la inequidad extrema genera también, se quiera o no, inestabilidad política y social que finalmente se traducen en menos producción general y menos bienestar para todos. El resentimiento ante desigualdades muy marcadas –sean estas justas o injustas– es real y no debe ser subestimado. Quizá el caso histórico más emblemático de esto sea la Revolución Haitiana de 1791, mientras que la inestabilidad de Bolivia pre-Evo, las marchas de los “indignados” en España y la actual situación de Brasil son ejemplos más recientes. La situación política y social sí se puede salir de las manos cuando la desigualdad es muy elevada y no da la sensación de que la riqueza de unos pocos se haya debido a su esfuerzo o ingenio.
La tercera razón es que, como dice The Economist en su edición de setiembre del 2013, “una distribución de ingresos altamente desigual puede reducir el crecimiento, si se traduce en menos igualdad de oportunidades para la siguiente generación”. El influyente semanario inglés afirma que precisamente esto parece estar sucediendo, y menciona como ejemplo el hecho que la brecha entre los puntajes de los exámenes de niños ricos y pobres en EEUU se ha ampliado en un 30-40% en los últimos 25 años. Al mismo tiempo, la movilidad social en Europa y en EEUU se ha reducido, lo que inevitablemente disminuirá la productividad de ambas economías en el mediano plazo.
El cuarto y último motivo de mercado por el cual cierta redistribución de ingresos no es tan mala idea tiene que ver con las elasticidades ingresos-trabajo. Aquí existe un poco más de debate, pero veámoslo poco a poco. El argumento de derecha más común en contra de las políticas redistributivas es que éstas incentivan tanto a pobres como a ricos a trabajar menos. Los pobres trabajan menos porque reciben transferencias de los ricos, mientras que los ricos trabajan menos porque un porcentaje mayor de sus sueldos se va en subsidiar a los pobres, con lo cual cada hora de trabajo les es menos rentable.
Este argumento, aunque teóricamente válido, debe ser tomado con pinzas. La evidencia empírica que demuestra que la gente de ingresos altos trabaja menos cuando los impuestos son más elevados es, a lo mejor, insuficiente. En la práctica, la oferta laboral no es tan sensible a cambios en los impuestos (en jerga económica, el efecto ingreso puede primar sobre el efecto substitución). Para hacerlo más claro, imagine que usted es un profesional que gana S/.10,000 al mes y que su salario depende de la cantidad de horas que trabaje. Ahora, imagine que –debido a que el gobierno decidió incrementar las transferencias del programa Juntos a S/.500 por familia pobre– los impuestos subieron, y usted pasa a ganar S/.9,000 trabajando la misma cantidad de horas por mes. Su respuesta ante ello sería entonces (1) trabajar menos horas al mes porque cada hora es menos productiva y preferiría substituir algunas horas de trabajo por ocio, o (2) trabajar más horas al mes para compensar la pérdida. La conclusión no es clara, pero no parece descabellado suponer que la mayoría de personas trabajaría más horas.
La evidencia empírica respecto de que los pobres reducen su participación en el mercado laboral cuando se incrementan las transferencias sí es más robusta. Países como EEUU han intentado darle la vuelta a este problema con mecanismos como el Earned Income Tax Credit (EITC) –traducido al español como Crédito Fiscal por Ingreso Obtenido– que otorga mayores subsidios a aquellas personas pobres que ganen más. Aunque el mecanismo no es perfecto, sí ayuda a disminuir el incentivo perverso de las transferencias sobre la oferta de trabajo de los que ganan menos.
Reparta con mesura, pero reparta
Ojo. Todo esto no quiere decir que subir impuestos significativamente para favorecer programas redistributivos no tiene consecuencias negativas sobre la economía. Mayores impuestos generan también mayor desperdicio de recursos invertidos en evitar pagar estos impuestos (por ejemplo, encontrando vacíos legales). A la larga, impuestos muy altos también desincentivan la inversión privada, creando menos empleos para todos, y distorsionan la economía (no está de más recordar que los efectos de incrementos en los impuestos no generan pérdidas de eficiencia social de manera lineal sino cuadrática). Mecanismos de redistribución mal concebidos pueden tener un impacto negativo enorme sobre la competitividad general.
Con todo lo anterior sólo quiero decir que no es obvio, ni muchísimo menos, que el hecho que el 1% de la población concentre buena parte de la riqueza sea lo más eficiente. Estoy de acuerdo con que los países con mayor libertad económica –que posibilita la desigualdad– crecen más, y que el mercado es el mejor asignador de recursos en general. Estoy de acuerdo en que cierto grado de desigualdad no es malo, y es incluso deseable. Estoy de acuerdo en que no debería haber ningún reparo moral contra billonarios que tienen una riqueza legítima, incluso contra aquellos que no les gusta repartir ni un centavo de sus ingresos. Estoy de acuerdo con que la prioridad en las políticas públicas debería ser el crecimiento, el alivio de la pobreza, antes que la desigualdad.
Con lo que no estoy de acuerdo es con que se asuma que altísimos grados de desigualdad son una consecuencia necesaria del crecimiento capitalista si no se quiere matar a la gallina de los huevos de oro. Ninguna evidencia empírica respalda esa posición. Más bien, estructuras redistributivas planteadas cuidadosamente pueden llegar muy lejos en ayudar a los más necesitados sin necesariamente perjudicar demasiado el tamaño del pastel para todos. Al margen de mis reparos morales -liberales- con toda redistribución forzosa, reconozco que mayores impuestos progresivos al trabajo (no necesariamente a la inversión) parecen tener menor impacto sobre la eficiencia de la economía que otras muchas distorsiones del Estado en el mercado (burocracia absurda, salario mínimo elevado, sobre-regulación, licencias, etc.) Ante grados extremos de desigualdad, cruzarse de brazos y justificar el desbalance de ingresos en el desempeño natural de un mercado sano puede no ser la alternativa más equitativa ni eficiente. Aunque cueste, vale la pena reconocer, amigos liberales, que cuanto menos esto es un debate abierto.
Publicado en Semana Económica, 29 de enero de 2014