David Tuesta
Perú21, 20 de febrero del 2025
«Con un proceso electoral en el horizonte, 2025 será un año marcado por la volatilidad y el freno en decisiones de inversión».
El Gobierno celebra el crecimiento del 3.3% del PBI en 2024 como si se tratara de un gran logro; un signo de recuperación y bienestar para la población. Pero, la realidad es mucho más compleja y menos alentadora. A pesar de la expansión, la pobreza sigue rondando el 30%, muy por encima de los niveles prepandemia, y el PBI real per cápita recién ha regresado a los valores de 2019. Más que un avance sostenido, lo que hemos visto es un rebote estadístico insuficiente, sin cambios estructurales que impulsen un crecimiento sostenible e inclusivo.
El problema de fondo es que el país ha perdido capacidad de crecimiento. Hace una década, el PBI potencial de Perú se estimaba en torno al 5%. Hoy, esa cifra se ha reducido a apenas 2.5%, reflejo de una inversión privada estancada y una caída constante en la productividad. Sin reformas que reviertan esta tendencia, el crecimiento futuro será cada vez más limitado. La falta de confianza empresarial y las restricciones burocráticas han frenado proyectos claves en minería, infraestructura y manufactura. Sin inversión, no hay empleo de calidad ni aumentos sostenibles en el ingreso de los hogares.
A esto se suma la incertidumbre política. Con un proceso electoral en el horizonte, 2025 será un año marcado por la volatilidad y el freno en decisiones de inversión. La crisis de gobernabilidad sigue presente, afectando la confianza en las instituciones y debilitando el clima de negocios. Aunque el Gobierno ha anunciado un “shock regulatorio” para reducir la burocracia y reactivar la inversión privada, la gran pregunta es si estas medidas podrán contrarrestar los efectos de la inestabilidad política y la inseguridad. Lo que vemos es que el país sigue reduciendo su atractivo para el capital privado, con trabas regulatorias que desalientan el desembolso.
Pero los desafíos no solo son internos. En el escenario global, las condiciones se han vuelto aún más complicadas con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca y su política comercial abiertamente proteccionista. La imposición de aranceles del 25% a las importaciones de acero y aluminio ha generado nuevas tensiones comerciales, afectando las cadenas de suministro y aumentando la incertidumbre en los mercados internacionales. Para el Perú, estas medidas significan una amenaza directa a la demanda de minerales. A esto se suma un dólar fortalecido y tasas de interés más altas en EE.UU., que podrían encarecer el financiamiento externo.
Frente a este panorama, las celebraciones del gobierno resultan no solo prematuras, sino también desconectadas de la realidad de la mayoría de peruanos. Para las familias que siguen atrapadas en la informalidad, para quienes ven su poder adquisitivo erosionado por la inflación, o para las regiones golpeadas por la falta de inversión y la inseguridad, el 3.3% de crecimiento no significa nada. Es solo una cifra fría.
El mensaje es claro: crecer al 3.3% no es suficiente cuando la pobreza sigue alta, la productividad sigue cayendo y la informalidad no cede. Sin reformas estructurales, sin estabilidad política y sin una estrategia clara para recuperar la inversión privada, el crecimiento que se presume como un éxito no será más que una ilusión pasajera. No hay nada que celebrar.