César Delgado-Guembes
Para Lampadia
Durante la semana Javier Portocarrero dedicó su artículo de opinión en el diario Gestión a la reforma de la gestión del Congreso. El tema que desarrolla es de primera importancia, aunque de escaso interés para quienes tienen la responsabilidad de enfrentarlo.
La pregunta inicial en relación con la gestión del Congreso es si la reforma deben realizarla los mismos agentes cuyas deficiencias son objeto de cuestionamiento, si son quienes tienen que proponerla, diseñarla, aprobarla, implantarla, controlarla y evaluarla. La nota de Javier Portocarrero nos muestra signos claros de un criterio organizacionalmente poco saludable sobre los modos en que los supuestos agentes de la reforma entienden qué es gestionar el Congreso. Me eximo de justificar mi afirmación porque Portocarrero presenta señales sintomáticas de la escasa sindéresis administrativa en los responsables de gestionar los recursos de que dispone el Congreso.
Lo que resulta una exigencia a gritos es la adopción de una seria política de profesionalización del capital humano en el Congreso. La exagerada cantidad de empleados de confianza refleja, una vez más, las incompetencias políticas y técnicas de quienes dirigen el Congreso. Si ellos mismos fueran competentes para el desempeño de la función representativa no requerirían el ejército de personal de confianza con que se rodean y que, además, eligen pésimamente. Mucho empleado y poca mejora en los resultados, que no subsanan la ausencia de dedicación a las necesidades funcionales del puesto representativo. Los usos poco técnicos de la política de personal muestran que se entiende que el Congreso se usa o como una mala e ineficiente agencia de empleos.
Si se hace un poco de memoria se recordará que, después de más de 20 años de espera, en diciembre de 2015 el Congreso aprobó el Estatuto del Servicio Parlamentario. Las bases para definir la línea de carrera en el apoyo y asistencia profesional a los representantes. Estaba pendiente la aprobación de los instrumentos de gestión. Paradójicamente en enero de 2018 el Congreso acordó dejar en suspenso el mismo Estatuto aprobado sólo año y medio antes. La esperanza de reforma en la gestión del servicio quedó en el limbo sabático del parlamento. Desde entonces la perspectiva de profesionalización se retrajo y empezó una escalada de asignación de puestos según un criterio no meritocrático sino de confianza política.
Para reformar la gestión del Congreso, además de corregir las serias y sustanciales deficiencias en las competencias y calificaciones de quienes tendrían que emprenderla, es necesario que se tome consciencia del banco de datos en que consiste la multiplicidad de actividades que cumple el servicio parlamentario para permitir que el Congreso cumpla todas las funciones que el régimen democrático le confía. Para realizar esa tarea es necesario realizar antes el levantamiento pormenorizado de los macro-procesos, procesos, subprocesos, actividades y tareas que se realizan para que el Congreso produzca los servicios con los que debe atender a las necesidades políticas de la comunidad.
Mientras desconozcamos lo que cuesta y el tiempo que toma cada actividad del personal del que depende el funcionamiento de los principales órganos parlamentarios (Pleno, Permanente, Consejo Directivo y Junta de Portavoces), no será posible medir qué perfiles técnicos y profesionales se necesitarán, cuántos para cada puesto, y cuánto debe remunerárseles por las tareas de apoyo y asistencia que están a su cargo.
Lo paradójico de esta realidad es que, encontrándonos en el proceso de alineamiento de los planes, programas y presupuestos, mientras se preparaba el software para preparar el costeo de las actividades y se continuaba con la lenta, especializada y benedictina labor de levantamiento de nuestros procesos organizacionales, se toman decisiones absurdas, ineficientes y antieconómicas, como lo ha sido la no renovación de los contratos del personal que se contrató para optimizar la gestión, para desarrollar el software del ABC (activity based costing), para concluir el proceso de levantamiento de los procesos, y para el cálculo del tiempo que toma ejecutar cada actividad en los procesos institucionales. Si debe mejorarse la gestión, ¿cómo entender la miopía con que se toma decisiones respecto a quiénes se les renueva los contratos y a quiénes no? Definitivamente el impacto organizacional en cuestiones no rutinarias sino estructuralmente críticas puede ser una falla mayúscula cuyo descuido trae graves y ostensibles repercusiones en la calidad histórica de nuestros procesos democráticos.
Nuevamente, la ignorancia de los agentes de la representación complota con la desatención pública que representa el desinterés en el impacto que tiene la gestión profesional del apoyo que se pretende darles a los congresistas en el cumplimiento de sus funciones. Lamentablemente las decisiones del Congreso se toman con demasiada frecuencia a partir del llamado de atención que realizan los medios de comunicación. Por lo tanto, si para los medios no resulta gravitante cubrir temas especializados de gestión y del impacto que tienen en el costo del funcionamiento del Congreso poco es lo que puede esperarse para que se repare en la materia sobre la que plantea su concernimiento el artículo de Javier Portocarrero. Y mientras esta situación no se denuncie y comprenda la gestión del Congreso continuará en la zozobra.